Esas activistas que holgaron con un policía sin conocer la profesión de éste y se acuerdan ahora de denunciarlo, se quieren muy poco. Hay que tener muy escaso aprecio por una misma, hay que confiar muy poco en la propia capacidad de seducción, para creer que el madero las hizo gozar sin sentir nada por ellas, solo por sacarles información. Tales señoritas deberían tener un poco más de autoestima y pensar que, quien sabe, por improbable que parezca, tal vez el agente infiltrado llegó a sentirse mínimamente atraído por alguna de ellas. Aunque fuera solo durante un momento y bajo los efectos del calimocho que no pudo rechazar beber para no despertar sospechas. Me hago cargo de que es difícil pensar tal cosa, de que verse cada día frente al espejo equivale a convencerse de que no, de que el tipo jamás se hubiera fijado en ellas de no ser por la obediencia debida a sus superiores, ni siquiera después del calimocho. Aun así, podrían disimular un poco la triste, amarga y penosa imagen que tienen de sí mismas y afirmar -aunque en su fuero interno sepan que es imposible- que el espía no pudo evitar perder la cabeza por ellas, que se resistieron cuanto pudieron puesto que no les faltan ocasiones de conocer hombre. Aun cuando esa explicación suene inverosímil, por lo menos les evitaría ir dando pena por los despachos de abogados y por los juzgados, además ser objeto de mofa y escarnio en todo el país, válgame Dios, que más que activistas de izquierdas parecen monjas que han perdido el virgo en manos -es un decir- de peligrosos anarquistas.
Quizás el policía ni siquiera engañó a las princesitas deshonradas, tal vez se limitó a ocultar su verdadera profesión, lo que no sería un engaño strictu sensu sino un disimulo, que además se disculpa por el objetivo de pillar cacho, eso lo perdona todo desde que el mundo es mundo, tanto a hombres como a mujeres. Lo peor no es que ocultara su estatus policial, cosa que se le puede pasar por alto, sino que además ocultara su grado, porque mira, si hubiera sido un capitán, todavía, incluso un cabo -andan por ahí muchos cabos sueltos, y esos son capaces de todo-, pero un policía raso, eso es una humillación, lo próximo ya será ser poseídas por un guardia urbano tocando el silbato. Unas activistas de verdad, de las que se creen que en sus manos está cambiar el mundo, no se van a la cama con cualquiera, exigen por lo menos unos galones en los hombros antes de irse al catre con alguien. Ahí sí que les asiste la razón, porque cuando dentro de unos años cuenten a quien quiera escucharlas que una vez fueron amadas por un policía, ni tan solo podrán vanagloriarse de su rango.
-Pero abuelita, ¿para una vez que pillaste, y ni siquiera era sargento? -deberán escuchar, avergonzadas, al calor del hogar.
Denuncias como la de las activistas con el honor mancillado por policía en acto de servicio, no deberían limitarse a la justicia española. Si los catalanes queremos que de una vez por todas el mundo nos mire, tendría que hacerse llegar hasta las instancias judiciales europeas. No es justo que solo tengan derecho a divertirse los jueces españoles, en los tribunales europeos hay un montón de aburridos funcionarios que pagarían lo que fuese porque les llegase una denuncia como esta: tramitarla, comentarla en casa y en las cenas con los amigotes, organizar el juicio, reírse por lo bajini, citar a testigos, escuchar a las partes implicadas, carcajearse a lágrima viva escuchando la acusación, buscar jurisprudencia, volver a reírse... Si realmente aspiramos a una Europa unida, debemos empezar por ofrecerles lo mejor que tenemos.