El numerito indepe del pasado jueves delante del MNAC fue como un capítulo de la película Vive la France, una refrescante parodia que muestra la falta de seso de los levantiscos. Podría aludir perfectamente al Govern, que no es aceptado en el concierto de las naciones, donde importa, por encima de todo, el protocolo de los estados; y claro, el president Aragonès no rindió este culto al dejar plantados a Sánchez y Macron cuando sonaban los himnos de España y Francia. A pesar de tanta desfachatez, Macron se mostró inicialmente compasivo cuando Aragonès le dijo: “Nosotros, después de la independencia, queremos seguir siendo europeos, sabe usted”. El líder galo alucinaba, pero se mantuvo punto en boca, después de firmar un Tratado de Amistad y Cooperación. Y esperó a la hora de su discurso para soltar acertadamente que “el patriotismo es una exaltación sentimental, mientras que el nacionalismo representa la negación del otro”.
Todo el mundo vio a Oriol Junqueras en la calle con los manifestantes, cuatro gatos, donde los de Junts le llamaron “traidor” y botifler, bajo la sonrisa cínica de Laura Borràs. El bochorno de nuestras autoridades resulta infamante. La pinta de Junqueras en plena discusión con los que lo increpaban es el colofón tercermundista que nos faltaba. Y cuando Sánchez disculpó al president Aragonès por haberse presentado, a pesar de la espantá en los himnos, se nos cayeron los mocos del frío ambiente. El presidente dijo que, por lo menos, este “ha venido, no como otros”, comparando la cita de Barcelona con la cumbre hispano-alemana de A Coruña, a la que no se presentó el actual presidente de la Xunta, Alfonso Rueda, alegando problemas de agenda; y recordando de paso la incomparecencia de Díaz Ayuso a la cumbre hispano-polaca de Torrejón de Ardoz (Madrid).
El caso es que el encuentro entre Sánchez y Macron ha tenido calado en temas de economía, seguridad, fronteras, energía y construcción europea. Tras los acuerdos bilaterales de París con Berlín y Roma, esta cumbre de Barcelona consolida la alternativa real al caduco eje franco-alemán.
Pero en clave doméstica, lo del otro día no tiene pase. Mientras la reunión cerraba intercambios generosos entre los dos países, la calle era un laberinto grotesco. Antes de marcharse, Macron visitó el Museo Picasso y terminó la jornada en el Liceo Francés, con directivos de empresas francesas. Por su parte, Sánchez y Salvador Illa coincidieron, como por casualidad imposible, en la librería La Central, donde el presidente felicitó al líder del PSC por no ceder en el pacto presupuestario con ERC.
Dos días después, ayer, la derecha española se confabulaba en Cibeles con el latido fetal del non nato -tercera foto de Colón- complementando la mascarada de Montjuïc. Hoy domingo, los descamisados han abandonado la calle y la Montaña no alardea desde el gallinero de las cámaras legislativas. La institucionalidad gana; Vox retrocede en Castilla y León y Junqueras se ahoga en su propia salsa nacional-populista. Pero aquí no ha pasado nada: el nacionalismo hace el ridículo una vez más y el españolismo mata moscas con cañonazos, as usual.
La citada película Vive la France concluye cuando los enemigos del país vecino (los indepes) se olvidan de su guerra y enseñan a los franceses la receta del tabbule, la ensalada de perejil picado y bulgur, típica de la cocina shami. Una tal Marianne, tocada con el gorro frigio alegórico de la Revolución Francesa, dirige la cocina y sirve la mesa. Y después del ágape, Macron, harto ya del ronroneo territorial se quita de encima al indepe de turno en un severo cameo: Alors, casse-toi, con (¡sal de aquí, coño!).