Algunos cuadros políticos de Junts, y en particular Carles Puigdemont, padecen el síndrome de Waterloo. Lo sufren aquellas personas que, sintiéndose ignoradas o derrotadas, recurren al histrionismo para hacerse notar. Los afectados por este síndrome aprovechan cualquier ocasión o circunstancia para dar muestras de que están ahí, existen y son relevantes. Dos años de pandemia, el triunfo en votos de Salvador Illa, las luchas intestinas en el independentismo y Pere Aragonès en el Govern acrecientan en Puigdemont el temor a ser olvidado y ninguneado. Lógico, un chalet en Bélgica no confiere legitimidad política y moral a nadie como president de una República Catalana en el exilio.
He llegado a la conclusión de que el paso del tiempo aumenta los efectos perniciosos del síndrome de Waterloo en este fugado de la justicia, le obliga a sobreactuar. Tanto es así que –parafraseando a Francesc Pujols— ha llamado al independentismo a unirse y a movilizarse durante la cumbre hispano-francesa del próximo 19 de enero en Barcelona, para “defender al país ante unos ilusos enterradores”. Confía en que sus acólitos en la ANC y en los ambientes más irredentos del independentismo den la nota y alteren el éxito del evento. Craso error el suyo que, en lugar de despertar simpatías en las cancillerías europeas, levanta todo tipo de prevenciones.
Contribuye a ello su valet de chambre y contacto con la Rusia de Putin, Josep Lluís Alay, que le ha dado por resucitar el Tratado de los Pirineos (o Paz de los Pirineos) suscrito por las monarquías hispana y francesa el 7 de noviembre de 1659, en la frontera franco-española de la isla de los Faisanes del río Bidasoa. Cuando el jefe de la oficina de Puigdemont afirma que “esta enésima versión del Tratado de los Pirineos que España y Francia preparan firmar en Barcelona el 19 de enero debería tener una respuesta catalana contundente en la calle. Basta de humillaciones”, cae en ese vicio, inherente a todo nacionalismo manipulador, consistente en intentar controlar el presente y reinventar el pasado para controlar el futuro. Nos alertó de ello George Orwell en su 1984 y Eric Hobsbawm lo remachó en sus escritos.
Me cuenta un amigo periodista que la cumbre franco-española del próximo 19 de enero también ha levantado celos y suspicacias en ambientes republicanos y colauitas. Consideran que no se les ha informado oficialmente del encuentro y desconocen si va a ser requerida, o no, su presencia en los actos programados. Las elecciones andan cerca y nadie le hace asquitos a un besamanos con foto junto a Emmanuel Macron. Soy consciente de que el departamento de protocolo de la Presidencia del Gobierno actúa bajo una rigurosa observancia de los ceremoniales y así debe ser. Pero ello no impide que recordemos, a más de un político amante del postureo, que la representación institucional que ostentan está por encima de sus caprichos u opiniones. Felipe VI acudió a la proclamación del rojo Ignacio Lula Da Silva sin problemas y aquí, en más de una ocasión, hemos comprobado como Ada Colau, Pere Aragonès y tutti quanti han orillado sus obligaciones de representación institucional. No sugiero al respecto ni castigos ni represalias de ningún tipo. ¡Faltaría más! Tan solo pretendo poner de manifiesto que los gestores y representantes de la cosa pública han de estar a las verdes y a las maduras. No sé si la cumbre del 19 de enero será plácida o borrascosa, pero observo que unos la vivirán inquietos bajo el síndrome de Waterloo y otros con mono de foto y pasarela. Mientras eso ocurra, unos cuantos peones vociferarán y agitarán banderas en la calle para que les filme TV3. Les han dicho que aún están vivos, que no están enterrados.