Entre los sabios consejos y doctas prevenciones que Juan de Mairena, maestro de gimnasia y perito en retórica, daba en clase a sus alumnos, el ficticio profesor (sevillano) creado por el ingenio del poeta Antonio Machado, cuya sabiduría compite con la que Cervantes muestra en las pragmáticas del Quijote a Sancho Panza, gobernador in fieri de la ínsula Barataria, se incluye una recomendación que expresa un secreto hartazgo: “Preguntadlo todo, como hacen los niños. ¿Por qué esto? ¿Por qué lo otro? ¿Por qué lo de más allá? En España no se dialoga porque nadie pregunta, como no sea para responderse a sí mismo. Todos queremos estar de vuelta sin haber ido a ninguna parte. Somos esencialmente paletos”.
Parece imposible enunciar mejor el intenso aldeanismo de espíritu, antítesis del quijotismo universal, que lastra históricamente al paciente español. Ortega y Gasset también lo resumió –a su manera– en La redención de las provincias: “A seis kilómetros de Madrid, la influencia cultural de Madrid termina, y empieza ya, sin transición ni zona pelúcida, el labriego absoluto”. Disentimos, sin embargo, en un punto con el maestro en el erial: la capital de España no es ninguna excepción a esta regla. Más bien es el teatro de su evidencia.
La guerra institucional de esta semana –les ahorro los antecedentes, que sin duda conocerán todos, queridos indígenas– lo muestra con una exactitud diríamos que asombrosa. Lo que no desvela –etimológicamente conocer significa retirar el velo que oculta la verdad íntima de las cosas– es su causa última. ¿Por qué en este país no se discute salvo bajo las formas del torneo y el melodrama? Intuimos que la respuesta tiene que ver con la concepción cultural que existe en todas las clases sociales, sin distinción ideológica, de la idea España, ese artefacto que unos aseguran que no existe y otros creen que tiene la misma edad del universo.
España no es ni una convención (lo evidencia su talento para habitar en la división) ni una esencia sagrada. Tampoco responde a la bella metáfora de un nudo imposible de deshacer. Es un predio. Un lote exacto y concreto de tierra. Una finca (ficcional) que se disputan diversos dueños (supuestos) y que no logra escapar nunca de estas diatribas patrimoniales, fuente y origen de todos sus litigios familiares, ardientes guerras fatricidas y conflictos perpetuos. Todo se resume a lo mismo: “¿Y aquí quién manda?”, como dijo una vez Josep Pla.
Como muestra su historia constitucional, a excepción de la Carta Magna de 1978, España siempre ha tenido señores. Reales o mentales. Élites que se han apropiado del espacio común –ese territorio al margen de los condicionantes naturales y particulares que hace posible que prosperen los hábitos democráticos– para proyectar su identidad particular sobre la totalidad. Primero lo hicieron los monarcas antiguos, después los señores feudales; más tarde siguió el imperio de los clérigos –la alianza del altar y la cruz– frente a la cultura de los heterodoxos. Se percibe asimismo en las batallas entre patriotas y afrancesados o absolutistas y liberales. Así, hasta llegar al desenlace trágico de los totalitarismos en disputa durante la Guerra Civil.
Siempre es lo mismo. Los privilegios de unos excluyen mecánicamente a los contrarios. Las instituciones creadas por un régimen perseguían a quienes formulaban otras, alternativas, en un bucle sin fin. En todos los casos la relación entre iguales –los españoles– reproducía el vínculo entre señores y vasallos. De unos era el reino, la tierra, la patria misma, mientras que a los adversarios –a veces, meros disidentes– se les premiaba con la hoguera, el exilio, un sambenito o la precariedad. El franquismo llevó al extremo esta máxima patrimonial –“una, grande y libre”– en una involución a los tiempos de los Reyes Católicos.
Tras la larga noche de la dictadura, la Transición fijó de nuevo en la arena de la playa un eje para comenzar a reconstruir este terreno neutral (las instituciones democráticas), aunque a cambio abriera la puerta a la invención de patrias imaginarias bajo la forma de autonomías que, cuarenta y cinco años más tarde, se han erigido, sin un apoyo popular real, en embriones de soberanías caprichosas. Los minifundios regionales, además de un fatal error de época, han allanado el camino para que todos los partidos, esenciales pero alérgicos al pacto, reproduzcan esta invariante patrimonial hasta nuestros días.
El nuevo turnismo español, sin que la Corona en el ejercicio de sus funciones de arbitraje constitucional lo impidiese, ha ido ocupando todos los atrios institucionales, impidiendo la independencia necesaria para sus funciones hasta arrastrarlos al barro de la polarización. La última guerra de la Moncloa contra el Constitucional demuestra que no queda en España ni una cancillería ajena a esta contaminación. Los políticos han destruido el espacio común, convirtiéndolo en frente de sus guerrillas y barricada de sus batallones.
Este libreto, por supuesto, muda según sean las circunstancias, pero la música de fondo es la misma de siempre: marchas militares. No son los golpistas, arquetipo tan evocado estos días por ambos bandos en liza, los que arruinan a una democracia. Sólo la sustituyen. Primero lo hacen sus representantes electos, sometidos por voluntad o cobardía a sus jefes de escuadra, cuando deciden prescindir del interés general para convertirse en milicianos parlamentarios. Entonces es cuando, desde el claroscuro de Gramsci, resurgen los monstruos.