Sostenía el escritor austríaco Thomas Bernhard que, pasados los 50, ya te puedes morir tranquilo porque a partir de entonces todo va a ser repetición y deja vu en tu vida (él la diñó a los 53, aunque no por decisión propia). Por el contrario, yo pienso que si has llegado a los 50 sin quitarte de en medio, es muy posible que sigas en este mundo mientras el cuerpo aguante, sobre todo porque los inevitables sinsabores de la existencia sientan peor cuanto más joven se es: si te deja tu novia (o novio) a los 18, es una tragedia de la que crees que no te recuperarás jamás; si te plantan a los 40, la cosa puede doler, pero ya no tanto; y si se deshacen de ti a los 60, te lo tomas como una contrariedad, puede que molesta, pero no como el drama que fue en tu adolescencia. Puede que tuviera razón Bernhard: la repetición, la falta de sorpresas, la pérdida de ilusiones y, en suma, la fatiga de los materiales es evidente a partir de los 50 o los 60, pero, para lo que queda en el convento, te cagas dentro. O sea, esperas a ver cómo acaba tu película en vez de salirte del cine a media hora del final de la proyección.
Tal vez por eso, el tema del suicidio adolescente, que tanta inquietud está despertando últimamente, me parece una realidad triste, pero no exenta de lógica. Los adolescentes son radicales y solipsistas. Los adultos les parecen, directamente, extraterrestres. Y todo lo que les pasa tiene una importancia capital que se irá difuminando a medida que se vayan haciendo mayores. Este exordio viene a cuenta de una reciente encuesta de la Generalitat sobre el suicidio (o conato de suicidio) entre menores de 12 a 18 años. Las cifras, realmente, impresionan: en las chicas, el incremento de ideas suicidas ha sido en 2021 del 195%, mientras que en los chicos solo ha subido un 10%. También se han incrementado los conatos de suicidio, en un 8,7% los frecuentes y en un 10,9 los ocasionales. En cuanto a las autolesiones, las ocasionales han subido un 6,2% y las frecuentes, un 3,2%. Las autoridades educativas se han quedado muy sorprendidas y tratan de encontrar motivos para tan preocupante tendencia, apuntando hacia la pandemia y otros asuntos. Yo, la verdad, basándome en la experiencia propia, juraría que el suicidio es un pensamiento terriblemente adolescente que, salvo excepciones, se va difuminando con el paso del tiempo.
En la infancia y la adolescencia, vives en un mundo tan pequeño que la menor marejadilla se te antoja un tsunami. Si no estás a gusto ni en casa ni en el colegio, porque en ambos sitios tienes la impresión de que no te aprecian mucho o, simplemente, de que no le interesas a nadie, es muy posible que te entren ganas de quitarte de en medio, como si esa situación temporal fuese a durar eternamente. Un amigo que deja de dirigirte la palabra es un drama. Que la primera chica que te gusta pase de ti como de la peste es una tragedia griega. El tiempo corre de forma distinta para un adolescente y para un adulto. Y el adolescente es, por definición, mucho más radical que el adulto. Por eso morir de amor a los 18 puede resultar entrañable, pero hacerlo a los 60 deviene simplemente ridículo.
Lo que ahora llaman bullying, que es el matonismo de toda la vida, también puede llevar a consecuencias fatales. Los niños y los adolescentes son crueles, y cuando alguien no les gusta, se encargan de que se entere, más aún ahora con el auge de las redes sociales. Para que todo, o casi todo, te la sople, como nos sucede a muchos de los que hemos superado la sesentena, es necesario dejar atrás la adolescencia y sus malditas ganas de agradar y ser popular. Hace falta tiempo para llegar a la conclusión de que hay gente a la que le caes bien y gente a la que le caes mal y de la que prescindes sin ningún problema. La adolescencia es, además de autorreferencial, gregaria, y hace falta mucha fuerza de carácter para adoptar a los 15 la actitud flippant que te sale por defecto cuando ya acumulas un montón de años de estancia en este cochambroso planeta. ¿Y a dónde quiero llegar con todo esto? Pues, sencillamente, a que las tendencias suicidas de los (y sobre todo las) adolescentes son mucho más lógicas que las de los adultos. Y eso no quiere decir que debamos desentendernos de las cuitas de nuestros jóvenes Werther, sino que las asumamos como algo inevitable y tratemos de echarles una mano desde la familia y la educación. Hay que conseguir que lleguen vivos a los 50, por mucho que el cenizo de Bernhard diga que a esa edad ya has visto todo lo que tenías que ver.
Recuerdo mi infancia y mi adolescencia como unas épocas en las que todo se me hacía cuesta arriba, cuando quería ser como los demás y no lo lograba (porque en el fondo no lo deseaba, pero me aterrorizaba quedarme solo). El suicidio empecé a considerarlo en mi primera juventud, cuando me creía muy listo leyendo a Proust, pero en realidad lo hacía porque no había bofetadas para quedar conmigo ni entre mis congéneres ni, menos aún, entre las representantes de eso que Machado llamaba la Otredad. Hay quien recuerda su infancia y adolescencia como una época tremendamente feliz. No es mi caso. Por eso, aunque las encuentre preocupantes, entiendo el crecimiento de las tendencias suicidas entre los representantes de unas edades en las que todo se toma muy a pecho y cualquier futesa puede poner tu precario mundo patas arriba.
Incrementemos, a poder ser, el número de psicólogos, pero tengamos presente que ciertos asuntos, como dicen los anglosajones, vienen con el territorio.