Las legislaciones más adecuadas suelen ser aquellas que responden a necesidades específicas de establecer un ordenamiento de referencia para resolver problemas reales, ordenar y poner límites para hacer posible la vida en sociedad. Si bien las realidades son cambiantes y la cultura social evoluciona, es bueno que perduren, que se ajusten a amplias y consensuadas demandas y que tengan una aplicación justa y lo más mesurada posible.

Aunque las cámaras legislativas, teóricamente, fueron creadas para realizar la función de elaborarlas en un proceso en el que el debate, las diversas visiones y los análisis técnicos hicieran que al aprobarlas fueran impecables, se ha ido imponiendo el criterio de que son los poderes ejecutivos, según la percepción de las necesidades electorales inmediatas, quienes las elaboran y pasan después por las cámaras con la única función de que las validen. Esto provoca que algunas leyes que se aprueban sean muy coyunturales, respondan a percepciones e impactos momentáneos o quieran satisfacer no una mayoría social, sino a las demandas de un aliado político circunstancial. Entonces, pueden ser reglamentaciones que no respondan a los intereses predominantes en la sociedad o bien que, técnicamente, sean deficientes y como ha ocurrido con la del solo sí, es sí, acaben por generar los efectos contrarios a los que se pretendían. Justamente, esta ley nació al amparo de la preocupación ciudadana que generó el caso de la manada que actuó en Pamplona en unas fiestas de San Fermín. Una norma que quiso dar respuesta a la violencia y las agresiones sexuales tipificando comportamientos que antes no estaban previstos y agravando las penas. Se hizo rápido y mal, con un exceso de carga ideológica y, en lugar de escuchar, la arrogancia de la ministra hizo el resto. Cuando se han evidenciado los errores, en lugar de reconocerlo, se hace lo clásico de “sostenella y no enmendalla”.

Y es que las leyes nunca son instrumentos neutros y responden a una determinada visión del mundo, contienen ideología, pero es bueno que representen visiones lo más amplias posibles y a poder ser compartidas. Manejar el carro delante de los bueyes nunca es una buena estrategia. También requieren, de quien las impulsa o elabora, de un cierto grado de modestia y de realismo. Las pretensiones de cambiar el mundo o hacer ingeniería social a través de legislaciones suelen acabar mal. Sin embargo, el objetivo de hacer o eliminar leyes para responder a situaciones coyunturales no es privativo de Irene Montero y su mundo. Ocurre ahora con la derogación del delito de sedición. Esta es una ley casposa y decimonónica, que respondía a una situación típica del siglo XIX, cuando a los militares españoles, de vez en cuando, les salía la vena de los pronunciamientos o de los golpes de Estado. Se trataba de penalizar las salidas de tono de los espadones. Ciertamente, una ley superada y caduca que poco se adapta a la realidad actual y a las legislaciones europeas. Utilizarla como tipo delictivo para los hechos del 1 de octubre resulta, como mínimo, muy forzado. Pero hacer o modificar cualquier cosa requiere sentido de oportunidad. Derogarla bajo presión como se hace ahora, dejando al descubierto muchos agujeros que probablemente habría que cubrir con otra norma, no es una buena idea. La bondad de cambiar esta tipificación quedará marcada por ser el resultado de una exigencia que pone un partido para poder aprobar unos presupuestos anuales. Demasiado coyuntural todo ello. Esto suele dar muy malos resultados políticos además de generar problemas jurídicos.

Era de esperar que los efectos perversos de las legislaciones low cost, promovidas o derogadas por cuestiones circunstanciales, desincentivara afrontar ahora una rápida modificación de la legislación que afecta a la malversación. Quienes han obtenido la satisfacción en la sedición entran en la deriva de ir pidiendo más para resolver, de forma unilateral, sus problemas con la justicia. Lanzar el mensaje de que la malversación, que significa corrupción y uso fraudulento del dinero público, de hecho, no es tan grave y que solo se penaliza cuando hay lucro personal, resulta además de horroroso, absolutamente incomprensible. Pero no, el Gobierno de Pedro Sánchez con un dudoso sentido de la oportunidad también cede con esto mientras acepta que el partido beneficiario les escupa en la cara. Poner la otra mejilla puede que sea una estrategia muy cristiana, pero en la vida real resulta más bien inútil cuando no estúpido.