Apenas eran 5.000 los asistentes a la última manifestación de la ANC en Barcelona. Quizás por eso los convocantes del acto quisieron compensar su frustración retomando un lenguaje perverso y ofensivo que nos transporta a tiempos pasados. Jordi Pesarrodona, vicepresidente de la ANC, a las puertas del Palau de la Generalitat tildaba al Govern de ERC de “colaboracionista”. Palabras que convierten a Pere Aragonès en un pequeño mariscal Philippe Pétain, y al Ejecutivo republicano en la versión catalana del Vichy francés.
En la concentración estaban la plana mayor de Junts y de la CUP coreando y aplaudiendo las palabras de Dolors Feliu contra la reforma del delito de sedición. La alta funcionaria de la Generalitat, cabello cano al viento, mitineaba vaticinando un aumento de la represión del Estado contra el independentismo. Los términos botifler, nyordo o colono ya no sirven a los radicales y nostálgicos del 1-O como calificativos peyorativos. Les es preciso un salto cualitativo en el insulto que contenga un mensaje subliminal equivalente a traidor y vende patrias. La palabra colaboracionista es, para los discursos más irredentos, el gran comodín; el Ejecutivo español, el enemigo secular a combatir. Como contrapeso, al otro lado de los extremos de la balanza, tenemos a las derechas hispanas presas de un ataque de nervios. Estos también hablan de traición, felonía y 1.000 humillaciones a la dignidad de la patria. Reaccionarios, conservadores y pseudoliberales gastan energías proponiendo mociones de censura, hablando de golpe de Estado, autoritarismo y pactos con los herederos del terrorismo. Se les va la fuerza por el verbo. Pero ni Inés Arrimadas está en su mejor momento de lucidez política y fortaleza partidaria ni Núñez Feijóo tiene entre sus manos una carta de navegación para mantenerse a flote sin zozobrar. Es más, anunciar que el Gobierno de coalición PSOE-UP es ilegítimo es un error conceptual, un despropósito de Vox que no conduce a ninguna parte.
Unos y otros, independentistas y derecha hispana, centran a Pedro Sánchez y agrandan la percepción ciudadana de que es un político que arriesga y sabe lo que quiere. Y todo ello ocurre a un ritmo frenético porque el presidente español tiene prisa y ha puesto la directa. No es ningún secreto que aspira a que, antes de fin de año, estén cerrados los temas conflictivos que tensan la política española. Sabe que la memoria ciudadana alrededor de los conflictos es corta y cree que hay tiempo suficiente, si la economía va bien, para apagar las soflamas apocalípticas de sus adversarios. Las elecciones municipales están a la vuelta de la esquina y le conviene rebajar la tensión. Últimamente, aunque algunos argumenten lo contrario, en Pedro Sánchez nada huele a improvisación. Visita con frecuencia Cataluña y expone sin complejos su política de desjudicialización. Ha asumido la filosofía que encierra el refrán popular: más vale ponerse una vez colorado que ciento amarillo. Tiene en el PSC de Salvador Illa a un potente aliado y es consciente de la importancia del voto catalán de cara a las elecciones generales.
Los García Page y Lambán hacen mohínes y refunfuñan desde sus respectivas baronías temiendo el castigo electoral de los ultra unitaristas. Es un temor lógico en un razonamiento que se ha vuelto arcaico. Sánchez, sin embargo, está convencido de que la recuperación del sosiego en Cataluña es un elemento que juega a su favor dentro y fuera de España. Nada que objetar a las buenas intenciones políticas del presidente, pero quizás al Gobierno de España le convendría un toque de prudencia a la hora de legislar acerca del uso indebido de los fondos públicos. Otro refrán, este de las Terres de l’Ebre, dice así: una cosa és ser bo, una altra ser bobo. Pues eso.