Llegado el momento de los penaltis contra Marruecos, la selección descubrió ante sí al Tigre, tigre reluciente incendio en las selvas de la noche”. Y a continuación, Bono lo paró todo. El fútbol no compra la mesocracia. No hay clase media que valga en un Mundial y al confiado Luis Enrique le devoró su propio personaje. Ahora es un San Sebastián asaeteado, un blanco de diana fácil. Alfredo Relaño no quiere más entrenadores desafiantes y folloneros. El director de honor del As alza la voz contra los mil pases y solo tres disparos a puerta.

Caricatura de Luis Enrique / FARRUQO

Caricatura de Luis Enrique / FARRUQO

Y tiene razón: que el pase sea “la caricia del futbol”, como decía Johan Cruyff, no significa santificar el toque paralelo. El día de los Octavos en Qatar, cuando la Roja se hizo plana, Marruecos se mostró impenetrable. Lo de los penaltis es pura debilidad endémica. La flojedad del jugador español ante el penalti es proporcional a la decisión del arquero del otro equipo; y por el contrario, en el caso de Unai Simón, el portero propio que juega con el pie, es la concepción errática del hombre autocomplaciente, pero aislado bajo los palos.

En la zona de los once metros, si miras al tigre estas muerto; solo si el tigre te mira a ti, tienes el tiempo justo de sacar el fusil. Bono no miró a nadie, solo se guio por el instinto de su “terrible simetría”. El portero marroquí, nacido en Canadá y criado en los sequedales situados en las estribaciones del Atlas, tiene cristales por sangre y no merece el vergonzoso “racismo de cascoporro” (Ramón de España) que le dedicaron los indeseables gritones de “leña al moro”. Fue la estrella de los octavos y volverá al Sánchez Pizjuán de Sevilla, su club, entre los vítores de la afición.

El seleccionador que presiona y roba en huerto ajeno ha hecho del estilo una obsesión. Presumir de un 80% de posesión sin vértigo es como dar chicuelinas con el capote y olvidarse del estoque. Luis Enrique pierde y se va. Su liderazgo de boquilla se ha ganado una buena reprimenda; ha de saber, de una vez, que el líder forja consensos y él no lo ha hecho. Queriendo moldear a los jóvenes, hundió a Pedri detrás del medio centro, cuando en realidad solo cerca del área es letal; Gabi corre y rasca, pero todavía no crea. Lucho se ha saltado a una generación, la de Aspas, príncipe de las bateas y el Panda, para cocinar un ajoarriero de viejos -Sergio y Alba- junto a los demasiado jóvenes. Cosas fáciles de entender pero que a Luis Enrique le cuestan porque no se pliegan a su inalterable modelo.

El seleccionador saliente pertenece a la casta del tic y taca, una galaxia sobrepasada. En la época del Barça top, ganó una Champions renunciando al estilo con pases largos al tridente, Messi-Neymar-Suárez; y en la Roma de Toti, zozobró. Solo es el líder que quiere ser ante los peques. Luego, menos lobos caperucita. Eso sí, es valiente y directo en el arte del twitch, un asunto que no venía a cuento; un consultorio directo y machaconamente diario; un cara o cruz del naufragio. No ha tenido en cuenta que el exceso genera nervios al que lo practica: ¿Si somos tan buenos por qué perdimos ante Japón?, se preguntaban los niños prodigio en plena concentración, antes del desastre. El monólogo de Luis Enrique ante la prensa es el arte del que no quiere ser preguntado y se pone la venda antes que la herida.

Lucho se ha despedido con elegancia y un ¡viva España! dedicado a los que reclaman a Sergio Ramos en el centro de la defensa. Los soldados de Luis Enrique se encogen. En la plaza Yamaa El-Fna de Marrakech, los hijos del nuevo orden glosan el Tigre, tigre... ¿En qué lejanos abismos o cielos/ Ardió el fuego de tus ojos? Es la iluminación visionaria de Blake en pantuflas, algo que puso en casa la serie El Mentalista.