En las declaraciones de Luis Enrique suele ser habitual que la paradoja y la contradicción se solapen con el símil y la metáfora. Si el oyente se atiene a la literalidad, el seleccionador parece un deportista pagado de sí mismo, soberbio y engreído. Pero si el oyente intenta comprenderlo puede llegar a concluir que está ante la viva imagen de un pícaro, síntesis del ingenio y del instinto de supervivencia.
En su última rueda de prensa ha repetido, ante la desesperación de los periodistas españoles y el aplauso final de los marroquíes, que sus jugadores han representado a la perfección su planteamiento del partido. Pero no es lo mismo la representación que la práctica, no es lo mismo interpretar que ejecutar. El famoso tiqui-taca ha dado excelentes resultados a la Selección española mientras lo fue aplicando Luis Aragonés y alcanzó su máxima expresión en 2010 con Vicente del Bosque.
Todo apunta a que, como forma de juego más horizontal que vertical, el tiqu-itaca sorprendía a los rivales mientras no era el único método aplicado en un mismo partido. Cuando la Selección ha abandonado el gerundio y ha optado definitivamente por el participio, el tiqui-taca que arranca desde el pase del portero es más que previsible para el contrario, además de resultar aburrido, desesperante y soporífero para los espectadores.
En el último encuentro contra Marruecos no debió sorprender que Rodrigo, el jugador mejor dotado intelectualmente, tomase varias veces la pelota en campo propio y la lanzara hacia el área contraria en busca de un compañero. Este centrocampista, metido a central, comprendió mejor que nadie que el atasco del centro del campo sólo podía ser superado con el azaroso lanzamiento hacia adelante. Nada de toque y más toque sin saber qué hacer.
Los compañeros de Rodrigo no comprendieron su intuición y sus guiños desesperados que incitaban a la rebeldía contra los aspavientos monotemáticos que, desde la banda, lanzaba Luis Enrique. Los jugadores españoles siguieron con el mismo acorde del trilero que cambia la bolita, pero sin la picardía de saber robarle la cartera a los marroquíes, más temerosos ante una posible derrota que ansiosos por encontrar la victoria.
Durante sus temporadas como entrenador de clubes, Luis Enrique ha demostrado sobradamente sus artes, enseñando el camino a muchachos peloteros que se fortalecían física y moralmente, ampliando sus habilidades y conocimientos imprescindibles para moverse con la soltura necesaria en un mundo tan competitivo como el fútbol profesional. En esos clubes supo aunar veteranía e inocencia, en la Selección no. Salvo Busquets y Koke, en ninguna de las líneas tuvo disponible a un veterano que pensase más allá de las órdenes del entrenador. El ojo clínico de Rodrigo fue la excepción que confirmó la regla del fracaso del seleccionador. Antes del partido contra Marruecos, sus “niños” no debieron comprender bien la explicación del “papá” entrenador y metieron sus dedos en el mismísimo enchufe de la eliminación.
Es posible que Luis Enrique no aclarase a sus jugadores la diferencia entre interpretar y ejecutar; quizás si les hubiese recordado una conocida situación vivida en la Universidad de Barcelona hace casi siglo y medio, lo hubieran entendido mucho mejor. Cuando el catedrático de patología, José de Letamendi, impartía su primera lección sobre la disección de cadáveres, hizo un comentario acompañado de un gesto sorprendente:
“Dos condiciones ha de tener un buen médico: no sentir repugnancia por nada de lo que a los enfermos se refiere y poseer en alto grado lo que entre nosotros llamamos ojo clínico, que es una especie de intuición profesional que nos hace darnos cuenta, sin error, del tipo de afección que padece el enfermo”.
A continuación, el profesor pidió a los estudiantes que le imitaran. Metió su dedo en el ano del cadáver y, sin limpiarse, se lo metió en la boca. Todos los alumnos reprimieron su asco e hicieron lo mismo. Y entonces Letamendi les hizo ver lo bien que habían interpretado el rechazo a la repugnancia, pero lo mal que habían ejecutado la acción: “Ustedes han usado el mismo dedo, sin darse cuenta de que yo he usado dos; uno para meterlo en el cadáver y el otro para introducírmelo en mi boca”. Algo parecido les ha ocurrido a casi todos los “niños” de la Selección. El estrepitoso fracaso ha sido por la falta de ejecución, no por la interpretación, de ahí que Luis Enrique crea que siempre tiene la razón.