¿Existe la maldad o bien se puede decir que todo es aceptable? Se señala algo como ‘malo’ si es torpe, desagradable, doloroso o dañino para la salud, cuando está estropeado o deteriorado, cuando se opone a la lógica o está equivocado. Pero a menudo, sin contemplaciones, se etiqueta a alguien de malo, simplemente porque nos resulta incómodo lo que dice, o porque molesta a nuestros intereses y se le quiere denigrar ante los ojos de quien sea; con injurias o con calumnias. Otras veces, sin necesidad de etiquetar, se daña sin más excusas, y se hace a conciencia. En cualquier caso, a la voluntad de hacer daño a toda costa, por la razón que sea y sin miramientos, se le puede llamar maldad. Y malvados son, por tanto, quienes las ejecutan.
Vayamos a Saigón. En febrero de 1968, en plena calle el general vietnamita Loan (37 años de edad) asesinó a sangre fría a un vietcong detenido y esposado. La filmación y la foto dieron la vuelta al mundo. ¿Previó su filmador el efecto que tendría? Loan no tardó en ser cesado, al acabar la guerra se fue a Estados Unidos y leo que montó una pizzería. La atrocidad que cometió se ha reproducido miles y miles de veces. Sin ser el producto de un montaje, esas imágenes irreversibles conservan una onda expansiva. Su repetición es inexorable, al margen de que fuera también material de propaganda y avivara la memoria del dolor y la furia para contestar en acción-reacción.
Abu Ghraib es una prisión iraquí, donde bajo el control de los Estados Unidos se ha torturado y abusado, de forma sistemática y con total impunidad; actos de sadismo consentidos y acaso no ordenados, pero bajo la conciencia de no ser reprobados y de contar con el visto bueno de amplios sectores sociales. Las imágenes que de ella se tienen son imágenes-trofeo hechas por los propios torturadores, al modo de las que se difundieron y comercializaron con los linchamientos de personas negras en el sur de los Estados Unidos: expresión de orgullo ante la presa cazada, seres vivos deshumanizados e invadidos por la angustia en pleno suplicio. Por su parte, en los vídeos del Dáesh (imágenes sobrecogedoras y comentarios crueles y prepotentes en off) convergen la euforia de una lucha que ha colmado su sueño, la ira destructiva contra el enemigo y una enorme capacidad de circular, gracias a las plataformas de difusión. Siempre es notoria la presencia de lo que Vicente Sánchez-Biosca llama el éxtasis del ojo testigo del horror, en su libro La muerte en los ojos. La violencia que produce la imagen anida en una comunidad de odio, un lazo de venganza.
Orquestada por Goebbel, la propaganda nazi desarrolló una obsesión por filmar cadáveres de forma obscena, lo que luego emularían los comunistas camboyanos. Y se esmeró en ofrecer imágenes grotescas de los seres humanos que querían humillar. Para presentarlos como infrahumanos, los llevaban a situaciones de brutal miedo e indefensión, que hizo filmar y les hacian interpretar papeles escritos previamente de forma abyecta y perversa. En el Gueto de Varsovia, en cambio, se escapó en 1942 una foto que acabó por despertar la piedad del espectador y que es de inmediata identificación: el niño que cubre su cabeza con una gorra y con los brazos levantados, solo y apartado.
Se debe a la monja francesa Margarita María de Alacoque el inicio de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. En España fue promovida en especial por el jesuita Bernardo de Hoyos (fallecido con 24 años de edad, en 1735). En 1919, en el madrileño cerro de los Ángeles se procedió a ofrecerle al Sagrado Corazón de Jesús la protección de nuestro país, con la presencia del rey Alfonso XIII; algo inimaginable un siglo después. A las tres semanas del golpe de Estado de julio de 1936, aquel monumento fue destruido y la estatua fue objeto de repetidos fusilamientos por pelotones afanosos de matar dos o más veces.
El profesor Sánchez-Biosca habla del martirio de las cosas: “Profanar no consiste en tornar profanas unas imágenes sagradas (secularizándolas), sino en vejarlas en su condición sacra” (presupuesta durante el ejercicio de profanación). Aquel ensañamiento dio auge a la idea de cruzada de los franquistas y así se fueron sucediendo interminables actos de desagravio. De nuevo, el desencadenamiento de acción-reacción.
En julio del 36, el film Reportaje del movimiento revolucionario en Barcelona ya estaba montado y disponía de copias. Tras profanarse sepulturas del convento de las Salesas del Paseo de San Juan y exponer públicamente las momias (una delincuencia disfrazada de idealismo libertario), un locutor decía que la Iglesia católica había dejado al desnudo su alma podrida. Una furiosa retórica anticlerical que con los enfoques de las cámaras perseguía complicidad en las masas: “Esos cadáveres petrificados en sus ataúdes constituyen la diatriba más áspera que se ha lanzado jamás contra el catolicismo”; pretendían que eran víctimas del clero.