¿Qué diría Julio Camba si nos viera, de cocina en cocina, haciendo maravillas? A su divina manera. Camba recordaría que, al crear el mundo, Dios lo dotó de ázoe, el gas inerte o nitrógeno; añadiría que los fogones son el mayor logro de la mesocracia, la clase media denostada por todos menos por los políticos, que la usan de mentidero. Siempre reciben los mismos, aquellos que se hartan en Navidad, después de meses de privación, rindiendo culto a la sardina, porque “una sola es todo el mar”. Lucio Licinio Lúculo, el gran soldado y gurmet romano, recomendaba que, si se trata de sardinas, no se coma nunca menos de una docena. Para encontrar un parangón, no queda más remedio que irse por las ramas en busca de Cunqueiro, el maestro de la magia literaturizada, amante fiel de las empanadillas de lamprea o de Plinio, el de las gachas de pitanza, el arte mayor de la cocina manchega ¡Ay Tomelloso de mi corazón!
Si del puro sentido pasamos a lo sensorial, entramos por ejemplo en el colinabo de anguila braseada, plato estrella de los gemelos Sergio y Javier Torres, formados en restaurantes como Reno, Neichel, Le Jardin des Sens en Montpellier y el Akelarre, en San Sebastián. En Brasil, los Torres abrieron establecimientos en Sao Paulo y Río de Janeiro; después inauguraron el Dos Cielos, en la planta 24 del Meliá Sky Barcelona, donde obtuvieron su primera estrella Michelin. La segunda les llegó en su Espacio ilusión, un laboratorio creativo cerca del parque Güell, en la antigua casa de su abuela, Catalina, que de niños les llamaba “cielitos”. Catalina escuchaba a Elena Francis y las retransmisiones de las corridas de toros en la radio. Ella les inoculó los olores. En casa de los Torres olía siempre a caldo, pan, torrijas de Santa Teresa, rosquillas, escalivada o pimiento asado. Sin corromper su origen, los gemelos inventaron el Gastrovac, la máquina de cocinar al vacío y la Sensografía, barrera de la inmaterialidad.
En cuestión de cocina, la tradición conmueve y la aventura transporta. En su libro El meu país, Josep Pla se confesó ante el arte de la cocina como “un tradicionalista recalcitrante, un conservador aferrissat”. Pero más tarde, en su obra completa, publicada por Destino, los buscadores de tesoros encontraron la sentencia arrepentida del gran prosista, que depositaba la responsabilidad de desligarse del origen en cocineros de su tiempo, citando ejemplos como el de Pere Granollers, hijo de pescadores de Llançà, director del París de Montecarlo y chef del restaurante ferroviario de Port Bou, donde dicen que paraba el vagón de Calais, falsa derivada de un imaginario Transiberiano; el genio de Llofriu citó también, entre otros, a Alfons Roger cocinero del Cardinal en París y del Bord du Lac de Lausana.
Cuando Sergio y Javier abrieron su restaurante barcelonés, Cocina Hermanos Torres, ya tenían las dos primeras estrellas; la tercera ha llegado hace apenas unos días. Todo en una década y todo en menos de 20 años entre fogones, como cuentan ellos en su libro Torres en la cocina, publicado por Random House.
Al no haber tenido un Segundo Imperio, ni un ciudadano Talleyrant, los faisanes no se comen con castañas. Antes se les cortaban las pezuñas y se los dejaba a sol y serena, como al pescado en sal morra, hasta el día del banquete. Y es que, para avanzar, hay que retroceder y tomar carrerilla, como lo hizo Gerald Brennan, el autor de El laberinto español, al conocer pavoroso que los murciélagos se cocinaban con miel. “¡Ay Alpujarra, Alpujarra!” estallaron Néstor Luján y Luis Betónica, antes de que lo cantara Carlos Cano.
Ahora, los tiempos han cambiado y en chez Torres hay un menú de 20 platos de anguila con angula, erizos de mar con consomé de galeras, y no faltan la codorniz Royal, la lubina, un atún que lleva 40 días de preparación con crema fresca y frutos secos, chocolate, mucho cava y mucho vino. La España rica nos mece.