Alcanzar libertad interior es decisivo para los seres humanos, solo mediante ella obtienen madurez. Más allá de las tribulaciones que lleguemos a padecer en la vida, importa en especial nuestra actitud y nuestro modo de vivirlas. De niños se aprende a acatar y a obedecer, y sin un cierto grado de subordinación no se puede estructurar una personalidad sólida. Ahora bien, con el paso del tiempo tampoco se pueden ver las cosas exactamente como antes. Todo evoluciona, aunque sea de forma somera.
El vínculo de apego es imprescindible para nuestro equilibrio y progreso, pero ha de quedar liberado del deber de sometimiento so pena de quedar convertidos en marionetas. Son ideas básicas para el funcionamiento cabal de los individuos y de los pueblos.
Ya de adultos, existe, sin embargo, una sumisión confortable que nos asegura la protección de quien manda, a cambio de convertirnos en correa de transmisión de eslóganes y frases hechas. El precio de esa sumisión es despersonalizarse y alejarse de la realidad; siempre en distintos grados.
En su último libro, ¡No al totalitarismo! (Gedisa), Boris Cyrulnik señala que, al no permitirnos apartarnos del discurso dominante, nos hacemos prisioneros y cómplices de él. “¿Es así –se pregunta el psiquiatra francés— como se podría explicar el asombroso poder de las sectas cuando personas bien educadas e inteligentes se someten a un relato estúpido hasta la muerte?”. E insiste en que al aceptar sin crítica alguna la primera frase delirante, la cadena de afirmaciones que siguen entran en tromba y todo se acepta, felizmente subyugados y contagiados. De este modo, se establecen las epidemias de sandeces. Quienes tienen anticuerpos suficientes para escapar de ellas no es por causa genética.
Hay quienes evitan alguna de tales epidemias para caer en otra de apariencia opuesta; los extremos se tocan. En todo caso, hay que rechazar con lucidez y energía la tentación de sentirse invulnerables y, acaso, superiores a los demás. Es un error.
Hay también quienes argumentan torpemente en contra de un discurso reprobable (como el que justifica no solo acosos, sino asesinatos para afianzar un proyecto político), e involuntariamente acaban jugando al gato y al ratón. Se fija así una impresión errónea de que se trata de cuestiones menores, un conflicto que admite criterios opinables: nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira. Y nos sometemos a la cantinela irrebatible y boba de las derechas y las izquierdas, que todo lo explica.
Es reciente el escándalo de los niñatos de un Colegio Mayor que se dedicaron a berrear procacidades y diversas lindezas a las jóvenes de otro Colegio Mayor. Que yo sepa, la cosa no pasó a mayores. Pero, al margen de las medidas que las autoridades deban tomar, el asunto ha dado mucho que hablar. También a quienes justifican o miran para otro lado cuando en los campus universitarios manadas, que se autotitulan antifascistas, agreden física y no solo emocionalmente, día tras otro, a los estudiantes de S’ha acabat! Y esto cuando no atacan a profesores que se distinguen por no ser de su cuerda y no morderse la lengua.
Tratemos ahora de comprender el mundo íntimo de esos cafres consentidos y con bula. Entregados a la labor de intimidar, saturados de certidumbres huecas, pretenden saberlo todo y estar en el lado de los buenos. Solo por esto se arrogan el derecho a lo que sea. Hay un lenguaje totalitario que se apodera de la mente y desarrolla una enfermedad llamada alexitimia, que consiste en no encontrar palabras con las que reconocer las emociones propias y ajenas, y expresarlas de un modo objetivo. En el caso que nos ocupa, tan cerradas son sus ideas que gritan, gesticulan y se exasperan, permaneciendo incapacitados para razonar cuerdamente.
Boris Cyrulnik se reconoce en la familia intelectual de Hannah Arendt y Viktor Frankl, lo que excede la condición judía de los tres. Me parece oportuno comentar un párrafo reciente del primero de ellos. Se refiere a quienes se cosieron una estrella de David en el pecho, con las palabras no vacunado escritas y referidas a los antivacunas, en especial por el Covid: “Una imagen que establece una analogía entre quienes prefieren no vacunarse y los seis millones de personas condenadas a muerte por esa estrella. ¿Qué sentido tiene esta indecente exageración de un problema quizá legítimo?”.
Nótese la frase interrogativa. Ante el problema quizá legítimo de cuestionar la obligación de vacunarse contra el Covid, Cyrulnik rechaza de plano la exageración indecente de quienes se comparan con las víctimas del Holocausto.