Los recuerdos, rebasada cierta edad, adquieren un equívoco prestigio que, sin embargo, tiene más que ver con la desesperación por el tiempo consumido (a veces, en vano) que con la alegría de haber vivido determinadas situaciones, incluyendo el triunfo. “Son las maderas de los recuerdos con las que construimos nuestras esperanzas”, escribió Unamuno. No podemos más que darle la razón al escritor vasco al ver a los patriarcas del PSOE celebrar el 40 aniversario de su triunfo electoral en 1982, considerado el punto final de la Santa Transición.
Como la memoria es débil y, en el caso de los más jóvenes, directamente insignificante, entre el abundante coro que estos días glosa (con deleite) la efeméride –conmemorada con un mitin en Sevilla con la presencia de Felipe González y la marginación de Alfonso Guerra– hemos oído toda clase de afirmaciones mayestáticas, en general exageradas, adjudicando al histórico líder del socialismo español un sinfín de milagros, salvo la resurrección de Cristo, que en nuestro caso –somos trabajadores– equivale a la creación de la Seguridad Social. Negativo, november: el sistema público de asistencia social es anterior al felipismo, igual que España existía mucho antes de Franco y determinadas autonomías no existirán nunca aunque desde hace años cuenten con Estatuto, guardia armada y un virrey coronado.
El mundo no empieza con cada uno de nosotros, aunque la escenografía de estas cosas intente darlo a entender, aplicando la vieja sentencia: In dubio, pro caesare. Lo que el PSOE conmemoró en Sevilla fue una gigantesca autopetalada. Un acto de beatificación de sí mismo. Muchos hablaban de orgullo. Otros revivían la ficción de ser protagonistas de la historia –una fábula corriente, pues todos escribimos nuestra propia novela– y algunos pensaban que España (dicho así, en general) les debe poco menos que la misma democracia.
Convendría cierta dosis de contención. Paradójicamente, esta gran fiesta por los cuarenta años coincide con el peor momento del partido en Andalucía –cuna de su núcleo dirigente tras Suresnes– y es contemporánea de la delicadísima situación –en términos electorales– por la que pasa Ferraz, al menos a tenor de lo que indican todas las encuestas. Parece evidente que la conmemoración ha sido concebida como una inyección de autoestima para la militancia y los simpatizantes, ya que una parte notable de los electores socialistas de toda la vida o han cambiado el sentido de su voto –gracias a ellos obtuvo en junio la mayoría absoluta en el Sur Juan Manuel Moreno Bonilla (PP)– o deciden quedarse en casa en lugar de ir a votar.
La prueba de que no corren buenos vientos para los socialistas, aunque todavía estén en el Gobierno central, es la necesidad imperiosa de la Moncloa de instrumentalizar la efeméride y orillar –hermosísima verbalización argentina– a determinados personajes de un pasado que, al ser contemplados con distancia, evidencian la evolución del PSOE en las últimas cuatro décadas. No siempre ha sido a mejor. La gestión socialista en aquellos tempranos ochenta, cuando todavía existían el Muro de Berlín y el telón de acero, organizamos el Mundial de Fútbol y el Reino Unido y Argentina combatían en las Malvinas, supuso para muchos el comienzo de una gran esperanza, aunque durase relativamente poco. Los años del desencanto no tardarían en llegar. Y para otras fuerzas políticas, como el PCE, 1982 fue el fin definitivo.
¿Qué vieron los españoles en aquel PSOE para otorgarle el poder absoluto? El espejismo de un tiempo nuevo. Los historiadores, al examinar este periodo, llaman la atención sobre un hecho: los comunistas, los únicos que durante los cuarenta años de dictadura lucharon en contra el régimen, presentaron en las primeras elecciones democráticas de 1977 a los cabezas de lista más viejos, mientras sumaban a las nuevas generaciones a sus bases. Los socialistas hicieron lo contrario: pusieron como cartel a una generación distinta, formada por desconocidos y comenzaron a acoger en su seno a algunos efímeros liberales del tardofranquismo y a exdirigentes que abandonaban la nave de los locos del PCE.
La UCD fue un brevísimo paréntesis –la bisagra del cambio– que acabó cristalizando con el movimiento generacional más natural en aquella España: a la gerontocracia franquista, una vez agotado el espejismo útil del centro, le sucedía un socialismo rosado que iría renunciando a su fardo ideológico histórico, en un movimiento de aggiornamento inevitable para atraerse a las clases medias, pero que no tardaría en extremar esta reconversión hasta alcanzar un punto de no retorno: pasar del marxismo a no creer absolutamente en nada, salvo en sí mismos.
La historia consiguiente, que es la de los años del felipismo, no es tan brillante, aunque ahora determinados libros de encargo intenten obviar las sombras de aquellos lustros de gobierno, asignándole a González la paternidad exclusiva de la frase pronunciada por Ortega y Gasset muchos decenios antes: “España es el problema; Europa, la solución”. Lo increíble, sin embargo, es que todo este acercamiento al pasado, sea intencionado o desinteresado, ignore el rasgo sociológico más característico de aquel cambio que se quedó en recambio: los actores de la mítica mayoría absoluta, y especialmente el estrecho núcleo duro sevillano, se formaron durante los años del franquismo bajo la férrea estructura familiar de la pandilla.
Es algo que los politólogos nunca podrán llegar a entender: la política la hacen personas. Y aquella generación, cuya sentimentalidad sigue sin admitir la autocrítica, jamás salió de la burbuja que ellos mismos configuraron. Todos piensan lo mismo que Joseph Conrad: “Recuerdo mi juventud y aquel sentimiento que nunca más volverá. El sentimiento de que yo podría durar más que todo, más que el mar, más que la Tierra, más que todos los hombres”.
Decíamos que llegaron al poder como una pandilla, a la que rápidamente se fue sumando un ejército de adeptos por interés o sentido de la oportunidad; gobernaron con las reglas de una pandilla, se corrompieron en comandita y ahora celebran su historia en clave generacional, lamentando que sus sucesores (la quinta de sus nietos) no se parezcan en nada a ellos. Sin duda, son mucho peores, nadie lo duda, pero esto únicamente es un signo irónico de la historia. Todo el recuerdo de los grandes hombres –escribió en su día Kant– se reduce a apenas una hora de trabajo para un marmolista de sepulturas.