Mucha gente se queja de que adoptemos celebraciones extranjeras teniendo las nuestras propias, que se supone que son mejores y más antiguas que las importadas. Durante estos días que corren, los partidarios de la tradición se echan las manos a la cabeza porque los niños españoles celebran la noche de Halloween, y supongo que son los mismos que, en Navidad, deploran la figura de Santa Claus o Papá Noel y reivindican a los tres Reyes Magos, como si fuesen de aquí de toda la vida. El sector irónico de esta línea de pensamiento suele argumentar que no hace falta importar gilipolleces cuando ya tenemos las propias desde tiempo inmemorial. Y es que, puestos a inventarse a alguien que trae regalos por Navidad, tanto da que se trate de un gordo con barba blanca que de tres monarcas vagamente orientales que, además, en vez de traer cosas prácticas, van por ahí cargando oro, incienso y mirra (que nadie sabe lo que es); de la misma manera, tampoco hay diferencias sustanciales entre empapuzarse castañas o de caramelos. Yo diría que, tanto en Navidad como en Todos los Santos, los españoles hemos optado por el sincretismo consumista. Es decir, que, en vez de sustituir una celebración por otra, hemos preferido asumirlas todas. El resultado es que nuestros tiernos infantes pueden darle a la castaña y a los dulces para Todos los Santos y pillar cacho de Papá Noel y de los Reyes Magos en Navidad. Lo queremos todo y más.
La presencia de Papá Noel se explica por la codicia de los niños, que sus padres fomentan puede que sin ser conscientes de ello. Lo de celebrar Halloween, aunque sea una muestra más de que hacemos todo lo que nos dicen los americanos, hay que reconocer que debe ser más divertido que las actividades previstas para estas fechas por las autoridades eclesiásticas y la tradición: vale, da un poco de grima ver a los críos de por aquí diciendo cosas absurdas como “truco o trato” (mala traducción del original trick or treat, que, en versión resumida, viene a decir que aflojes las golosinas o que te prepares para lo peor), pero hasta hace poco lo único que les ofrecíamos, aparte del cucurucho de castañas, eran apasionantes visitas a los cementerios para que vieran el nicho del abuelito, al que tal vez no habían ni llegado a conocer.
Personalmente, me la soplan en igual medida la Navidad y la fiesta de Todos los Santos, Santa Claus y los Reyes Magos y las castañas y los caramelos, pero creo que hay que dar la bienvenida a cuantas más celebraciones podamos acaparar, pues ya se sabe que esto es un valle de lágrimas y cualquier excusa es buena para hacer un poco el ganso. Y, de hecho, lo único que hacemos es practicar un sincretismo que ya ha sido previamente ensayado en el mundo de la religión. Cuando estuve en Polinesia, hace un montón de años, observé que los nativos eran muy católicos y muy de misa, pero seguían conservando el respeto a las deidades a las que se encomendaban antes de que llegaran los franceses a beneficiarse a sus mujeres y a intentar poner a los hombres a trabajar (con más éxito en lo primero que en lo segundo, todo hay que decirlo). Supongo que los misioneros intentaron sustituir unas creencias por otras, pero no acabaron de lograrlo, por lo que la evangelización acabó siendo una labor más de acumulación que de selección. Lo mismo sucedió en América del Sur, donde todo el mundo se hizo católico, puede que un poco a la fuerza (recordemos la ingeniosa táctica de la espada y la cruz: primero enviábamos al cura y si se lo comían, atacábamos con todo lo que teníamos hasta que esos paganazos acababan creyendo en la virginidad de María y en lo que hiciese falta, pero manteniendo en muchos casos la devoción por los dioses que nosotros, los españoles, considerábamos falsos (en muchos sitios, el catolicismo convive tranquilamente con la santería y hasta con el vudú).
O sea, que no hemos inventado nada con esta nueva adopción de figuras y celebraciones foráneas. E indignarse por una supuesta pérdida de las esencias patrias es una manera como cualquier otra de perder el tiempo y pillarse berrinches porque sí. En mi caso personal, debo añadir que a mí no me afectan mucho ni la Navidad ni Todos los Santos: mis sobrinos ya son mayores y no les traen nada en mi casa de parte de Santa Claus o de los Reyes Magos; y si la comunicación con mis padres nunca fue gran cosa cuando estaban vivos, ¿para qué les voy a visitar al cementerio, ese sitio lleno de gente que no dice ni mú?
Dejemos, pues, que Papá Noel se lo monte con los Reyes Magos y que los caramelos convivan con las castañas. Lo que debería preocuparnos de estas es que, quien las compre, lo esté haciendo en manga corta y bajo un sol de justicia: eso sí que no pinta nada bien.