Contra pronóstico, la militancia de Junts decidió salir del Govern. No fue solo que los octubristas encabezados por Laura Borràs resultaron más convincentes, sino que hasta última hora Esquerra les lanzaba mensajes mostrándoles la puerta de salida. Y la tomaron. Este Gobierno nació hace un año y medio ya muy tocado. Había una unidad verbal, pero la sensación siempre fue que Junts formaba parte de él a regañadientes o, como mínimo, con contradicciones internas y poca convicción. La presidenta del Parlament iba ejerciendo de cabeza de la oposición. La estrategia política se había ido volviendo divergente entre aquellos que evolucionaban hacia un pragmatismo que situaba la independencia como un lejano objetivo y los que se aferraban a un procés que debía tener resultados inmediatos a partir de sucesivos embates contra el Estado. Pero había distanciamientos más allá de lo estratégico.
Los posconvergentes nunca consideraron del todo legítimo el relevo en el liderazgo independentista, ya que solo les separaba un diputado, y los líderes reales de cada bando no se podían tragar desde mucho antes de octubre de 2017, momento en el que, por cierto, las posiciones que mantenían Puigdemont y Junqueras respecto al carácter imperativo de la consulta eran contrapuestas a las que mantienen ahora. La huida de uno y la asunción de responsabilidades judiciales del otro no hicieron sino aumentar la aversión personal. El factor humano siempre es prevalente.
Acabado el culebrón que ha paralizado la política catalana durante semanas, ambos contendientes dicen sentirse liberados mientras se convierten en enemigos íntimos e irreconciliables. Para sus intereses inmediatos, la apuesta de Junts quizás resulta romántica, pero no parece muy acertada. No solo por no disfrutar de las posiciones e instrumentos que da estar en el Gobierno. A partir de ahora y durante mucho tiempo no tendrán con quien asociarse. Ubicados en el centroderecha, batasunizados, y extremadamente combatientes de Esquerra, no se les pueden augurar muchas posibilidades en el futuro, aunque intentarán recuperar la hegemonía por medio de un movimiento personalista, mucho populismo y vínculos con lo que se llama, quiero creer que solo de manera metafórica, la sociedad civil organizada, es decir, la ANC.
Hay quien dice que todo es una victoria política de ERC, que ahora puede disfrutar del Govern en solitario. De hecho, solo lo afirman sus propagandistas. Fue el segundo partido en las elecciones, y solo tiene 33 diputados de 135. Esto es mucho más que estar en minoría, hace imposible gobernar. Empezó la legislatura con el apoyo de 74 diputados. Es más bien un fracaso haberse quedado tan solo, se mire como se mire. Cuando esto ha ocurrido, habría dos salidas lógicas: convocar elecciones o bien construir una nueva mayoría parlamentaria cambiando de socios. Todo sería legítimo. Lo primero dicen haberlo descartado por no considerar pertinente el calendario político con sucesivas elecciones y porque la demoscopia no les es favorable. La segunda posibilidad podría llevarse a cabo, ya que los posibles socios a su izquierda dicen estar dispuestos a echar una mano y proporcionar estabilidad, al menos durante un cierto período de tiempo.
Pero en Cataluña, desde hace una década, la política está acostumbrándonos a las excentricidades. Cada vez que Salvador Illa extiende la mano intentando poner puentes y superar trincheras, recibe descalificaciones y guantazos por parte de aquellos que lo necesitan. También aquí funciona especialmente el resentimiento –no sé si odio— cultivado por Oriol Junqueras. Excluir y querer gratuitamente los votos en nombre del apoyo al PSOE en Madrid parece algo fuera de lugar, especialmente teniendo en cuenta que, una vez aprobados los Presupuestos del Estado de 2023, dejarán de inmediato de ser necesarios. Hoy, para aprobar los presupuestos en Cataluña, no tienen ni uno más de sus escasos diputados. La amenaza de la prórroga se les volverá en contra ya que significa renunciar a la posibilidad de incorporar 3.000 millones adicionales a las cuentas. ¿Cómo se justificaría? A estas alturas, quizás el problema del presidente Aragonès radica especialmente dentro de su propio partido. Si en algo tiene razón Laura Borràs es que este Gobierno ha quedado deslegitimado y que lo que se haría en un país más convencional son elecciones.