El cebollino está de moda y se puede encontrar tanto en un pincho de tortilla como en un steak tartar, siempre según el gusto o capricho del cocinero de turno. Se ha convertido en una plaga: no sé para que sirve, simplemente no lo soporto ni como elemento decorativo; pero como nos están haciendo picadillo con tanta incuria, quizá acabemos saliendo de casa decorados con esta hierba adornándonos la cabeza. Tuve un tío estupendo que era maestro de aquellos que se formaron con el plan de Magisterio de la República del que siempre se dijo que fue el mejor; tenía por costumbre tildar de “cebollino” a cualquiera que considerase un simple idiota. La RAE admite este sustantivo como sinónimo de “persona torpe e ignorante”. Cosa que nos puede llevar a concluir que estamos políticamente rodeados de cebollinos.
Cuando llega una campaña electoral, ya se sabe que lo único que importa es el destino de los votos, nada que ver con el bienestar de la gente. Vayan tomando nota: gracias a la crisis energética veremos cómo se pone de moda eso de “reducir el confort”. Cierto es que las causas de nuestra incertidumbre y malestar son diversas, muchas de ellas exógenas, pero también de carácter endógeno y propias de nuestra idiosincrasia. No pasa un día sin que encontremos alguna noticia que nos obnubile la mente. Eso no impide que el discurso oficial esté siempre cargado de un sorprendente optimismo que los datos van desmontando día a día. Hasta el INE parece afectado por esa confusión: un alto funcionario de este organismo adelantaba hace unos días la previsión de crecimiento cero en el último trimestre del año. Un “desliz” en palabras de la vicepresidenta Nadia Calviño que suena a síntoma de malestar tras el cese de su presidente después que el ejecutivo cuestionase los datos de previsión de IPC y PIB.
Teniendo en cuenta que en España hay casi diecinueve millones de hogares, tampoco hubiera sido mala idea destinar una parte de los fondos de la UE a instalar en cada casa un terminal que permita mostrar en vivo y en directo la euforia económica oficial. A fin de cuentas, dado lo embrollada que está la madeja, el quilombo está asegurado. Las ayudas no llegan, los PERTE del coche eléctrico o la agricultura, por citar solo dos, son un ejemplo paradigmático. La burocracia administrativa es una rémora y un camino sinuoso con el que no se aclaran empresas ni Comunidades Autónomas, peleando además entre ellas por llevarse alguna tajada, aunque sea ornada con cebollino.
Lo único cierto es que el próximo domingo cambia la hora y el día tendrá veinticinco. Un buen momento para que Pedro Sánchez y Pere Aragonès se reúnan, mejor que el viernes, para cambiar cromos presupuestarios: tendrían más tiempo, hasta para comentar privadamente la reforma del delito de sedición en el Código Penal a fin de adecuarlo a la legislación europea. Por lo demás, no sabemos ni cuantas candidaturas habrá en las elecciones municipales de Barcelona donde Ada Colau reina como nueva Emperatriz del Paralelo, lanzada a una intensa campaña con el único objetivo de cohesionar a sus conmilitones. Tal vez demasiado pronto según algunos expertos en demoscopia: de aquí a mayo queda mucho tiempo y puede pasar de todo, cualquier acontecimiento imprevisto y no controlado puede variar el escenario. Actualmente no hay elementos movilizadores como hace años y los bandos no están definidos, salvo para la gente muy implicada en cada grupo.
La ciudad de Barcelona no se caracteriza además por una participación alta. La más elevada se produjo en 1987 con Pascual Maragall (68’7%), cuando España tenía “hambre de elecciones” tras tantos años de pertinaz ayuno electoral. Pero en lo que llevamos de siglo no puede hablarse de grandes oleadas de votantes acudiendo a las urnas. La mínima se registró en 2007 con Jordi Hereu liderando la candidatura del PSC (49’6%), la más alta la alcanzó Inmaculada Colau en 2019 con un 66’17%, en plena polarización independentista, factor que ahora no tendrá la misma incidencia. Ahora bien, si los comunes vuelven a salir triunfadores, su lideresa puede cumplir doce largos años al frente del ayuntamiento. Es obvio que a mayor abstención, mejor resultado para los comunes porque gozan de un voto más fiel, mientras por el otro lado todo es fragmentación. Decía Ernest Maragall recientemente que en la ciudad entran y salen cada día más de 323.000 trabajadores que tampoco votan en ella por más que les pueda irritar la movilidad, la suciedad, la inseguridad… lo hacen en su municipio de residencia y ahí, la simpatía o antipatía por la primera edil barcelonesa no cuenta, carece de incidencia alguna aunque quisieran.
El drama que nos acucia es que no hay, al menos de momento, una propuesta alternativa sobre Barcelona. ERC podría ganar si logra amarrar sus votos y gobernar con los comunes; mientras, el PSC duda si hacer valer o no el hecho de que cogobierna la ciudad. De momento parece contentarse con el hecho de que apenas un tercio de los ciudadanos sepa que Jaume Collboni es socio de los comunes y corresponsable de su gestión y decisiones. Cual si fuese el edecán de la Emperatriz del Paralelo, acudió de hurtadillas la semana pasada al salón inmobiliario The District en la Fira, asaltado por las huestes comunes, como arrastrando los pies, en modo cebollino y medroso de molestar a la señora populista y protectora de los descamisados.