Joan Ignasi Elena, Natius para sus excamaradas socialistas, tiene un toque mental sobrado, muy por encima de su abdomen de buen fajador. Por eso, cuando se le pregunta sobre su papel de interface entre el mundo policial y la política, sale ganador. El consejero de Interior no toca los papeles de los Mossos d’Esquadra sobre las investigaciones policiales de los casos abiertos, ni se asegura vicarías a futuro sobre la base de favorecer a altos cargos. No imparte ideología dentro del cuerpo. Es la correa de transmisión entre el poder y el monopolio de la violencia en las calles; una correa generosa como mandan los cánones de su torso cipote.
También es elegante en el trato. Es padre de tres hijas adoptivas nacidas en la India y preboste de los amables papás de acento sánscrito, junto a su amigo Joan Rangel, exdelegado del Gobierno y oficial de la marina mercante.
En Vilanova i la Geltrú le quieren; fue alcalde por el PSC de la capital del Garraf, cuna del Peixerot, con perdón. Siguió los pasos de su suegro, Jaume Casanova, un excuadro sociata, que llevó el bastón de mando en el consistorio de la localidad y que fue Gobernador de Civil en Barcelona y Lleida. El día de su despedida, en 2019, Casanova fue homenajeado a la sombra de un conciliábulo izquierdoso presidido por Raimon Obiols, Miquel Iceta y el profesor Joan Botella, púrpura sacramental de Federalistas d’Esquerra.
Hace ya mucho que Elena abandonó el mundo socialista; se fue en silencio, como Antoni Castells o Montserrat Tura; no montó un memorial de agravios ni escisiones al estilo de Marina Geli. A Elena le gusta el mando, eso sí. Pertenece por ósmosis inconsciente al panóptico utilitarista de Jeremy Bentham, aquel liberal británico al que llamaban Jeremías, inventor de estructuras arquitectónicas en las cárceles, que permitían a los funcionarios observar a los presos sin ser vistos. Me dirán que es el colmo del espionaje, pero Natius, al igual que lo hizo Jeremías en su momento, se justificaría argumentando que el ojo de buey carcelario o la cámara de la esquina son medidas eficaces para rebajar el número de funcionarios y reducir el gasto público. Por lo visto, el pleno empleo de la Seguridad está garantizado por las máquinas que antes de la disrupción nuclear convertirán a los Mossos en cyborgs.
Elena es un hombre concreto; no trastabilla. Y me atrevo a decir que el jefe de la oposición, Salvador Illa, tiene todavía algún rescoldo moral sobre el conseller, que ha destituido al ex comisario jefe, Josep Maria Estela, y que ahora le pasa la factura del guirigay a su predecesor en el cargo, Miquel Sàmper, de Junts. Elena se libró de Estela minutos antes de que Illa le pidiera la dimisión al propio conseller. Y por lo tanto, o el quid pro quo estaba cantado bajo el manto del president Aragonés o por el contrario, Elena alienta un gusanillo que corroe el presente y apunta al futuro. El titular de Interior es de los que buscan vías de diálogo, escenarios de tregua, que hagan viable una solución basada en el punto de encuentro entre la racionalidad de la institución y la emocionalidad del uniforme.
En cualquier caso, la comodidad de Elena en un Govern de ERC está a salvo gracias a su amistad con el principal de la orden, Oriol Junqueras. Comulgan ambos en el credo católico romano tradicional, sin hacerle ascos a la curia catalana del Concilio de Trento. Practican el puente entre la Iglesia pobre y la que canta de culo y en latín. Además, resulta amablemente sospechoso que al conseller y a Junqueras les vaya la misa de 12 en domingo, la del incienso per ductum et tractum, que perfuma el ambiente, dejando tras de sí un humo en forma de cruz. En fin, Elena y Junqueras son dos respetables meapilas de tomo y lomo.