La palabra pamplina, en singular, está recogida en el Diccionario de la Lengua Española como una planta; esta crece con facilidad, es invasiva y causa estropicio a los agricultores, pero, según tengo entendido, su uso es beneficioso para los pájaros. Coloquialmente se denomina pamplinas a lo que son excusas baratas o bobadas, cosas que se dicen sin fundamento.
En España fue conocido como Pamplinas el célebre actor del cine mudo Buster Keaton, cuyo rostro serio, carente de sonrisas y apenas expresivo era proverbial. Se llamaba Joseph Frank Keaton, y Buster fue un apodo que se incorporó a su nombre y siempre le acompañó, significa amigo, tío.
Volvamos a las excusas baratas y a los camelos. Camelar es seducir o engañar adulando, lo que exige estar advertidos de su práctica; el científico Carl Sagan hablaba del sutil arte de detectar camelos. El ejercicio de la ciencia enseña a ser escéptico en un mundo saturado de datos. A todo el mundo le debería interesar la inclusión de este hábito mental. Cabe decir que el sentido etimológico de escéptico no es el de incrédulo, sino el de reflexivo, quien mira con lupa para extraer conclusiones pertinentes y no precipitadas.
Este asunto es de interés vital para evitar los estados de error que, con la potencia de internet, inundan de forma patógena a individuos y sociedades. Se puede hablar de pandemias de sandeces. Hay, pues, una necesidad de resistirse para no ser devorado por ellas, de modo que perdamos tanto la cabeza como la libertad.
Carl T. Bergstrom y Jevin D. West, dos profesores de ciencias estadounidenses, han publicado un libro, Bullshit: Contra la charlatanería (Capitán Swing), para combatir en todos los ámbitos la proliferación rápida de lo falso y confuso, de lo disparatado. En primer lugar, proponen identificar lo que los anglosajones llaman bullshit, para generar luego el arte del escepticismo. Ese término no aparece ahí traducido, como si tuviera que desplazar al de chorradas. Pero yo no lo adoptaré y me resistiré a este otro acoso de porquerías. Se trata de sandeces que engañan con frivolidad, con ganas de impresionar y, sin mentir de forma deliberada, se quita valor a toda distinción entre verdadero y falso.
Bergstrom y West hablan de las palabras de comadreja que, con rodeos y equivocidad y “bajo la apariencia de algo concreto y significativo, esconden una afirmación vaga, ambigua e imposible de confirmar”.
Todo esto tiene reflejo en la vida cotidiana de todos. Y si nos fijamos en el entorno universitario, cabe subrayar que nada está libre de ser cuestionado. Nada está exento de la posibilidad de error, a veces son garrafales. Por ejemplo, el brillante bioquímico Linus Pauling –quien recibiera en solitario dos premios Nobel: el de Química (1954) y el de la Paz (por su campaña contra las pruebas nucleares, en 1962)— patinó en algunas ocasiones, como al insistir en el beneficio de ingerir altas dosis de vitamina C, ignorando que puede resultar excesiva y contraproducente.
Se podría hablar también de las estratagemas comunes para burlar el sistema de clasificación de universidades. La ley de Goodhart tiene medio siglo de vida y llama la atención que cuando se pretende cuantificar el rendimiento de un grupo de individuos se corre el riesgo de alterar los comportamientos que se quiere medir. El profesor de Economía Goodhart formuló que “cualquier regularidad estadística observada tenderá a desplomarse una vez se presione para utilizarla con propósito de control”.
El mundo universitario adolece de una poderosa hinchazón pedantesca que desenfoca y desfigura su esencia. Hay que saber matizar y valorar la labor que produce. Etiam si omnes, ego non es un latinajo oportuno para esta ocasión, viene a decir que yo no me entrego a decir o a creer algo, por el hecho de que todo el mundo lo diga o lo crea.