Estos días se cumple el quinto aniversario del golpe a la democracia propinado por Carles Puigdemont, Oriol Junqueras y sus acólitos. Un lustro después de aquellos episodios, la sociedad catalana sigue fracturada en dos mitades irreconciliables.
Los partidos que lideraron la asonada continúan instalados en la Generalitat y ahora protagonizan una implosión estupefaciente. Los jerarcas de Junts per Catalunya amenazan con repetir la intentona. A la vez, sus socios de Esquerra Republicana parecen haber abandonado las veleidades unilaterales y abogan por un referéndum pactado con el Gobierno de España, es decir, por una quimera.
El Govern no deja de marear la perdiz y de tomar el pelo a los ciudadanos, haciéndoles creer en la fantasía utópica de un Estado catalán. En el fondo, trata de distraer a los paisanos con sus ocurrencias. Como decimos por estos andurriales, qui dia passa, any empeny. Entre tanto, esa camarilla de vividores y su cohorte de paniaguados permanecen aposentados tan campantes en sus cargos oficiales, donde devengan retribuciones de cuantía escandalosa.
Los gerifaltes vernáculos andan enzarzados en rencillas internas que llegan incluso al apuñalamiento en la plaza pública. De este modo, tienen abandonados los intereses del pueblo soberano. Y el cáncer de la inestabilidad política y de la inseguridad jurídica campa a sus anchas.
La mitad del tambaleante Govern propala día tras día que “lo volverá a hacer”. No semeja esta la mejor carta de presentación para atraer inversiones y preservar las que ya están aquí.
En consecuencia, no se ha detenido la fuga de empresas locales. Este fenómeno insólito arrancó hace nada menos que ocho años. Emprendió el vuelo en 2014, al sacarse Artur Mas de su chistera el proceso participativo. Desde ese momento y hasta el pucherazo del 1 de octubre de 2017, se largaron de Cataluña 1.500 compañías. La traca final del golpe de Puigdemont desencadenó una colosal estampida de otras 7.000 entidades.
La evasión continúa, aunque a un ritmo mucho más lento. En el primer semestre se han marchado de Cataluña otro centenar de firmas.
Cuando Mas fijó como objetivo cardinal la separación de España, sentó las bases para que esta comunidad se haya convertido en un agujero negro. Mientras las actuales cotas de incertidumbre persistan, la pretensión de que las compañías huidas retornen es como pedir peras al olmo.
De hecho, las sociedades que han vuelto a nuestros lares se pueden contar con los dedos de las manos, y aún sobraría alguno.
Entre las fuerzas vivas de Cataluña es creencia común que si las sedes sociales de la Fundación La Caixa y de los bancos Caixabank y Sabadell volvieran algún día a Barcelona, contribuirían sobremanera al regreso de un buen contingente de exiliados.
Pero esas instituciones han dejado meridianamente claro en repetidas ocasiones que no abrigan el menor propósito de localizar otra vez su domicilio en estas latitudes.
Tal tipo de peregrinajes no suelen tener vuelta atrás. El motivo es obvio. Para que ocurra una repatriación en toda regla, Cataluña debería transformarse en una balsa de aceite. Cosa imposible mientras los gobernantes autonómicos sigan, erre que erre, con sus cantinelas secesionistas.