Hace un par de semanas tuve una cita Tinder con un hombre de 47 años que se definía como emprendedor digital en el sector financiero. Como era un día entre semana, decidimos quedar para comer algo por su barrio y así poder regresar pronto al trabajo (los dos trabajamos en casa).
Mientras paseábamos en busca de un restaurante (el chicken walk, como llama un amigo mío a esos paseos incómodos de cinco minutos con alguien que no conoces de nada, y que encima ya ves que no te va a gustar), pasamos por varios locales con menú de mediodía a precio asequible, pero él insistió en que nos sentáramos en un sencillo bar de bocatas regentado por chinos. No puse pegas (igual quiere invitarme y no quiere gastar demasiado, pensé) y me zampé con entusiasmo un bocadillo de atún y mayonesa de bote, una Coca Cola y un Magnum almendrado de postre (él no quiso postre) para no pensar en lo aburrida que era la conversación. Al terminar, pedimos la cuenta: 12 euros.
“¿Pagamos cada uno lo suyo?”, me propuso. “Hombre, es tan barato que si quieres te invito yo”, me salió del alma. “No, no”, dijo él. “Bueno, pues entonces mitad y mitad”, sugerí. “No, no. Cada uno lo suyo”. Cadascú lo seu. Al final acabé yo pagando seis euros con cuarenta y él cuatro con veinte. Satisfecho con la transacción, me propuso que nos viéramos al día siguiente, se ofrecía a cocinarme algo en casa. Pero yo ya había decidido no volver a verlo nunca más. Si hay algún defecto que no soporto en un hombre, por muy guapo e inteligente que sea, es la tacañería, y por desgracia, Cataluña está llena de racas.
¿Cuántas veces me habré muerto de vergüenza ajena cuando me han invitado a una comida o una cena y he visto que algún amigo se presentaba con la botella de vino más barata del súper, un pastel del Mercadona o una lechuga iceberg? Me molesta especialmente cuando el anfitrión es una persona espléndida y generosa, que no ha escatimado un euro para que los demás disfruten.
La racanería, lo tengo constatado, no es una cuestión de tener o no recursos, es una cuestión de actitud. Y supongo que también cultural. Los catalanes no somos los únicos racas. Una vez, hace ya mucho tiempo, me invitaron a una barbacoa en un parque en Berlín en la que cada uno tenía que traer su propia carne y salchichas, cosa que no entendí hasta que alguien me soltó una reprimenda por estar comiéndome un bratwurst que había traído él, para él. Nunca se me hubiera ocurrido que la carne no era para compartir.
En Suecia pasan cosas peores: este verano se volvió viral en las redes una discusión en Reddit sobre si era maleducada o no la costumbre de los suecos de no compartir las comidas familiares con sus invitados.
La discusión empezó cuando alguien publicó en Reddit la pregunta: “¿Qué es lo más extraño que has tenido que hacer en casa de otra persona a causa de su cultura/religión?" y una de las respuestas más populares era la de alguien que describía que una vez fue a casa de un amigo sueco y le dijeron que esperara en una habitación mientras toda la familia desayunaba en la cocina.
Al parecer, esta costumbre, tan hostil a ojos del cálido anfitrión mediterráneo, tiene su origen en que antiguamente los suecos tenían solo de tres a cuatro meses para cosechar la comida debido al clima frío, por lo que las cenas espontáneas nunca han formado parte de su cultura. Otra posible razón es que los suecos respetan mucho la independencia de la familia y ofrecer una comida al hijo de otra persona podría considerarse una crítica a la capacidad de ésta para mantener a su familia.
"En todos estos años ha habido un deseo muy fuerte de independencia, de no depender de la buena voluntad de otros para tener una vida buena e independiente",explicó a The New York Times Hakan Jonsson, profesor de Estudios Alimenticios de la universidad de Lund, a raíz de la polémica. "Era un deseo muy fuerte de lograr el estado de bienestar, de crear esta asistencia impersonal, en la que no tenías que depender de ninguna otra persona", añadió.
Una amiga catalana que vive en Potsdam, cerca de Berlín, me comentaba hace poco que cuando sus hijos van a jugar por la tarde a casa de los vecinos, éstos siempre le piden que vaya a recogerlos cuando llega la hora de cenar, porque para ellos la cena es un momento íntimo en familia, y no quieren intrusos. “Para mí sería impensable hacer lo mismo, si mi hijo trae a un amigo a jugar a casa yo le invito a cenar, merendar o lo que haga falta, pero para ellos es una cuestión de respeto a la unidad familiar”, me dijo.
Aunque ser tacaño y ahorrador puede tener algunas ventajas, a la hora de la verdad diría que nos hace peores personas. Según los resultados de un estudio publicado en 2006 en la revista Science, el impulso de compartir no es algo natural para quien piensa mucho en el dinero (como hacen los tacaños), aunque sea de forma inconsciente.
El estudio estaba basado en una serie de experimentos en que diferentes grupos de personas recibían recordatorios subconscientes sobre dinero. Estos, a diferencia de los que no recibían recordatorios, mostraban querer ser más independientes en su trabajo, menos propensas a buscar ayuda de otros o a proporcionarla. Se volvían reacios a ofrecer su tiempo y tacaños cuando se les pedía que donaran a una causa digna.
"Todo el mundo dice que si tuviera dinero, donaría más, que harían lo mismo que Warren Buffett", dijo Kathleen D. Vohs, autora principal del estudio, a The New York Times, coincidiendo con la donación de más de 30.000 millones de dólares por parte del conocido financiero estadounidense a la Fundación Bill y Melinda Gates. Pero los resultados del estudio ponen en duda que esto sea cierto: todo apunta a que un tacaño, por mucho dinero que tenga, no lo donará. (Y criticará al que lo haga).