El éxito o el fracaso de las manifestaciones, al igual que el éxito o el fracaso en las urnas, se mide siempre por las expectativas. Las del domingo pasado a favor del bilingüismo no eran muy altas, dicha sea la verdad. Nunca nadie pensó que sería multitudinaria, y no lo fue, claro está. Pero sí resultó concurrida y bulliciosa. Dejó una buena foto al final de su recorrido, en el paseo Picasso, y aunque la Guardia Urbana la redujo a 2.800 personas, la mayoría de los medios hablaron de miles de manifestantes porque las imágenes no engañaban. Fue un éxito de público porque no hay que olvidar que al constitucionalismo le cuesta mucho movilizarse. Recordemos que las grandes manifestaciones contra el procés no llegaron hasta octubre de 2017, y eso que razones no faltaban para salir mucho antes a la calle. Las entidades que convocaron la protesta contra la inmersión lingüística no cuentan con los recursos ni los apoyos del asociacionismo separatista. Además, que solo formaciones como Vox, PP, Cs y Valents la apoyasen, reducía los potenciales manifestantes a un espectro ideológico que en Cataluña es minoritario y además está connotado por “españolista” y de derechas. Es una paradoja absoluta porque lo auténticamente antiprogresista son las políticas de identidad que se fomentan en Cataluña o en el País Vasco, y hacia las que la izquierda se muestra casi siempre complaciente pese a que pisoteen derechos civiles. Cuando se propugna una escuela catalana en “llengua i continguts” está clarísimo lo que se persigue, aunque luego la realidad social y la gravedad de los problemas educativos sitúe el debate en otros ejes.
“La derecha se vuelca en la manifestación”, tituló el diario El País el día antes para dejar claro de qué iba la protesta. Pues bien, ignoro si realmente lo hicieron, aunque nada tendría de escandaloso, otra cosa es que el domingo sus líderes, algunos venidos de Madrid, se colasen en la primera fila de la manifestación, agarrando la pancarta de la cabecera, cuando eso no era lo que las entidades civiles convocantes les habían pedido. Por desgracia, la política no pierde nunca sus malos modales. Lo escandaloso no es que esos partidos se volcasen en la manifestación, sino que la izquierda hiciera mutis. A los comunes nadie les esperaba, claro está, pero el PSC no acudió porque está atrapado en un discurso que, si bien formalmente rechaza el monolingüismo, en la práctica lo consiente. Su opción es que cada centro educativo utilice las lenguas como mejor considere, pero sin hacer de la conjunción lingüística entre catalán y castellano una cuestión de principios. Está a favor de que el castellano sea lengua de aprendizaje, pero no exige que sea vehicular y, por tanto, acepta resignadamente que ERC plantease la nueva ley de política lingüística, seguido de un belicoso decreto-ley, como un ardid para incumplir la sentencia sin desobedecer. Transigió con esa trampa porque en Madrid Pedro Sánchez necesita los votos de ERC, y ERC había exigido que la sentencia pudiera burlarse.
Pero el PSC de Salvador Illa está de suerte. La polémica lingüística escolar a la sociedad catalana en general no le preocupa. Y eso es así porque en la calle no hay conflicto, hay convivencia lingüística, afortunadamente. Si lo hubiera, la escuela sería otro campo de batalla, tal vez el principal. Y aunque la inmensa mayoría de los padres si pudieran elegirían trilingüismo, el tema en sí les preocupa poco. Y a aquellos que les inquieta, y pueden económicamente, llevan a su prole a escuelas privadas. Al tratarse de dos lenguas tan próximas, y al ser el castellano una lengua universal, con una fortaleza tan fuerte en los medios audiovisuales, muy pocos creen que sus hijos puedan salir de la escuela pública catalana sin dominar el castellano, aunque también por desgracia muchos reducen ese conocimiento al mero hecho de hablarlo, lo que también conseguían antes los analfabetos sin haber pisado nunca un aula. En cualquier caso, la oposición social a la inmersión está más fuerte que nunca, está cargada de poderosas razones, su propuesta a favor de la convivencia lingüística en la escuela es imbatible, y no va a cansarse hasta lograr que el castellano sea también lengua vehicular en la enseñanza obligatoria.