Sin ánimo de ser blasfemo, ni siquiera irrespetuoso, me parece que el último comentario del Papa, sin duda animado por las mejores intenciones, según lo recoge la agencia Efe, a propósito de la guerra de Ucrania, viene a sumarse a tanto charloteo ineficiente en el que tan pródigas son la prensa y la política internacionales.

Karl Kraus (1874-1936), que era tan vehemente en criticar esto, aquello y lo demás en su feroz revista Die Fackel (La antorcha), dejó de publicarla en cuanto estalló la Primera Guerra Mundial. Enmudeció. Hizo muy santamente. Hablar en tiempo de guerra puede llevarte ante los tribunales. Frente al decidido uso de la fuerza, los discursos son impotentes. La verdad es la primera víctima de la guerra.

Hay, sin embargo, algo conmovedor en esas palabras del Papa. “¡Hoy estamos viviendo una guerra mundial, detengámonos, por favor!”, ha dicho el Pontífice. Y ha pedido confiar a la Virgen las víctimas de todas las guerras, “y en especial a las de la querida población ucraniana”.

"Detengámonos, por favor” es una súplica que probablemente, y casi me arriesgaría a decir que con toda seguridad, no va a detener ni una sola bala. Quizá la mención a la Virgen sea más útil, ya que no se pierde nada por confiarle los muertos, y para los parientes de éstos invocarla puede traerles algún consuelo. Esa es una de las cosas para las que es útil la Iglesia: para hacer compañía y consolar a los desdichados, a las desdichadas, como las que vi en los rincones sombríos de los templos del Este europeo, rezando, arrodilladas, con un fervor implorante --e inolvidable-- a la luz temblorosa de los cirios...

En general, en las opiniones, especulaciones, análisis y prognosis sobre la guerra --las columnas de opinión por cierto son cada vez menos numerosas, pues la gente se cansa de la reiteración de las noticias malas e incorregibles-- se detecta un gran gasto de palabrería.

Como en la conmemoración anual en Praga de la invasión de los ejércitos del Pacto de Varsovia que puso fin a la Primavera de Praga (con la que la sociedad checoslovaca, encabezada por sus propios líderes comunistas, intentaba liberalizar el régimen), de la que estos días se cumplen 54 años: ha habido los consabidos discursos del jefe del Gobierno y de varios ministros, pero el que más llama la atención por su retórica es el de la vicepresidenta de la Cámara Baja, Věra Kovářová, que suena como algunos comentarios leídos en nuestra prensa, escritos por valentones y grandes defensores de la libertad... en retaguardia.

En su parlamento, Kovářová ha subrayado que “hechos como los de agosto de 1968 nos recuerdan que no tiene sentido rendirse sin luchar ante Rusia. No luchamos contra los alemanes en 1938, ni contra los soviéticos en 1968. Y el precio que pagamos fue enorme”.

Efectivamente, en 1968 Checoslovaquia se rindió rápidamente ante los invasores, y el precio que se pagó fue, sí, enorme. El honor del Gobierno fue humillado, se entregó el poder a los más rupestres cuadros del partido, y durante dos décadas se impuso sobre la ciudadanía un régimen dictatorial envilecedor.

Pero la señora Kovářová, ¿tiene idea del precio que su país hubiera pagado en caso de plantear resistencia a las divisiones acorazadas del Pacto de Varsovia? Si en vez de decir cosas lindas se parase a pensar un minuto antes de hablar, comprendería que hubiera sido mucho más alto. Ella no estuvo allí. Cuando la invasión, tenía cuatro años. ¿Cómo se atreve a enmendarle la plana a Alexander Dubcek y a sus ministros y decirles post factum que hubieran debido combatir?

De la misma forma, treinta años antes de 1968, ante la ocupación alemana de 1938, los checoslovacos se rindieron sin luchar. Parece una tradición nacional. El precio que pagaron fue, también entonces, altísimo. Mientras que la vecina Polonia, por ejemplo, plantó cara con sus brigadas de caballería a las divisiones acorazadas, y el país quedó diezmado y destruido de arriba abajo.

Muchos años después, tras la caída del muro y del imperio comunista, Adam Michnik --de visita en España, según creo recordar-- se preguntaba qué actitud había sido más acertada: el valor suicida de los polacos o la sumisión checoslovaca. Dicho de otro modo: ¿qué es más valioso: el honor que preservaron los polacos, o el patrimonio y las vidas que salvaron los checos?

Se lo preguntaba Michnik, pero no respondía, pues esta es de esa clase de preguntas que no tienen una respuesta objetiva, universal. Depende del valor que le dé cada uno a la vida y al honor. Para dar esa respuesta, hay que estar en situación de ser consecuente. Y la señora Kovářová no se halla en posición de sostener con la espada lo que dice por la boca, así que más le hubiera valido callar.