Este verano ha ganado fortuna en la prensa, tanto digital como tradicional, la historia de las pesadillas de un concreto contribuyente en su lucha con Hacienda. De nombre, Agapito García. De profesión, por lo que he podido conocer, arenero o canterano, o como se quiera llamar.
Agapito --hay que reconocer que el nombre tiene gancho-- es el protagonista de un documental maldito que, a pesar de haber pasado por alguno de los más conocidos festivales de cine y figurar entre los más célebres del año, no ha recibido ningún apoyo ni oferta: ni de las televisiones convencionales, ni privadas, ni por supuesto públicas, ni tampoco de las plataformas digitales al uso.
El documental se llama Hechos probados y se puede visualizar en la web https://documentalhechosprobados.com/. También ha sido posible verlo gratuitamente durante un tiempo en diversos portales, aunque es mejor que se acerquen a ese sitio web para conseguir mejor información.
Hasta ahora no había comentado nada acerca de la película en cuestión en mis publicaciones divulgativas porque figuro como uno de sus protas --secundarios--, aunque lo sea con un título que no me corresponde pues, el que me conoce, bien sabe que no soy, ni pretendo ser, abogado “penal”, sino un colaborador o asesor tributario al uso.
El director de la película es Alejo Moreno, reconocido cineasta y que ha vivido el mundo del Derecho en casa, y mi visión de él es que ha llevado a cabo la concepción del documental con la ilusión del embarazo de un primer hijo. Las conversaciones que, fuera de pantalla, he tenido con él han sido sumamente detallistas, de auténtica preocupación y de anhelo de saber la verdad sobre lo que pretendía narrar. Por eso, es una película nada tendenciosa, sin planteamientos apodícticos ni medias verdades. Alejo no es jurista y ha dudado en todo momento de sus fuentes, como han hecho siempre los mejores periodistas, y eso se refleja en una suma ordenada de opiniones que --subjetivas ellas-- generan una versión muy personal en cada una de las personas que vean el film.
Cuando vi el documental completo por primera vez, además de mostrarle irónicamente a Alejo la errata sobre mi titulación, le planteé un par de óbices.
El primero, a pesar de que no soy yo quien pretenda establecer “cuotas de sexo” en nada, que no figuraban mujeres en la nómina de entrevistados. Ciertamente es chocante, porque en el mundo de la asesoría fiscal brillan con luz propia, y no daré nombres porque probablemente tiraría “para casa”. Alejo me mostró, ingenuamente, que no las había encontrado y espero que, en la segunda parte, ya pueda contar con fuentes femeninas.
El segundo, que la historia de la película se centra en un Gran Contribuyente. En otras palabras, que la narración versa sobre un señor que, de la pobreza, pasó a ser un acaudalado empresario que acabó debiendo a Hacienda cifras de varios cientos de millones de euros, llegando a figurar como el moroso número uno con la AEAT. Yo le expuse al director que, personalmente, tenía anécdotas profesionales de gente que ha caído en desgracia por culpa de Hacienda sin necesidad de deberle al fisco tanto dinero, ni ser personas tan acaudaladas. Ante esta levísima reprimenda, Alejo sí pudo defender su postura, como cineasta, diciendo que una película tenía que centrarse en un personaje que ejerciera de nudo gordiano del guion. Era consciente del sesgo y de las posibles críticas pero, según su opinión, no había manera de seguir una derrota determinada con múltiples náufragos tributarios.
Es cierto. Las Administraciones Públicas --y, señaladamente, la Administración tributaria-- gozan en nuestro país de una serie de potestades exorbitantes que les permiten ejercer sus nobilísimas funciones defendiendo el interés general, pero que las muestran muy alejadas del ciudadano y que, en algunas circunstancias, lo pueden llevar a la ruina, a la desesperación y a la depresión. Lo he vivido, y sigo viviendo, muy de cerca en mi despacho. Nadie puede luchar solo frente al Goliat administrativo y, aunque lo hagas acompañado de los mejores expertos, como Agapito, puedes acabar lacerado, malherido o muerto, metafóricamente hablando.
Dentro de las administraciones hay magníficos profesionales, personas buenísimas que creen en el bien común, auténticos vicarios del citado interés general. Sin embargo, sus funciones y su bonhomía natural se encuentran atenazadas por un sistema perverso que maniata cualquier decisión que, por muy razonable que sea, pueda salirse del circuito. Además, a las ovejas que se salen del corral, no se las tiene en cuenta. La digitalización ha empeorado la situación y, lamentablemente, todavía tiene recorrido para degradarse mucho más. Esperemos que esa situación se pueda corregir en un futuro porque, en la actualidad, determinados puestos de responsabilidad están siendo ejercidos por personas fiables.
Desgraciadamente, no hay un solo Agapito en el orbe tributario. Todos somos Agapito. Súbditos de una Administración que pisotea los derechos del ciudadano a través de leyes cada vez más inseguras e iliberales, que consiguen retroceder al Medievo lo que se consiguió en los años 90 del siglo pasado en favor del contribuyente.
Cada nueva ley tributaria es un estoconazo mayor en los costados del contribuyente. Pero, como nadie sale a la calle a manifestarse porque no le dan cita previa, como no hay empatía suficiente con el que no sabe o no puede presentar la declaración por internet, como a todos nos importa un huevo (y hasta nos gusta) lo que sufra el vecino de al lado con sus cuitas con la Administración, como no vemos una revolución por motivos tributarios desde Enrique IV de Castilla o el corpus de sang catalán, tengamos al menos la empatía suficiente de pensar que todos podemos ser Agapito. Vean la película con esa mentalidad y, luego, me cuentan.
Disfrútenla y, sobre todo, no olviden comerse las palomitas pronto y no tirar el recipiente. No vaya a ser que, durante la filmación, se nos aflojen los intestinos…