Falta un mes escaso para que Italia acuda a las urnas para renovar su parlamento y que este elija un nuevo primer ministro. Todo apunta a que ganará la coalición de derechas encabezada por Giorgia Meloni, figura emergente de la derecha populista, en coalición con gente tan centrada como Berlusconi y Salvini.
Populismo de derechas frente a populismo de izquierdas, encabezado por el movimiento 5 estrellas, fundado, según sus palabras, por un bufón. Un futuro que se explica en el pasado, donde los partidos tradicionales (Democracia Cristiana y Partido Socialista) implosionaron hace 30 años al destaparse una corrupción institucionalizada (tangentópoli) que llevó a los tribunales a más de 4.000 políticos, si bien muy pocos cumplieron su pena. Desde entonces la política no se ha recuperado y los liderazgos histriónicos, y en su mayoría igual de corruptos, han ido excavando la tumba de la democracia en la tercera economía de la Unión Europea.
En el parlamento italiano se han sentado, o se sientan, cómicos, actrices porno, prostitutas, travestis, condenados por corrupción... una fauna que refleja la desconexión de la población con una clase política que ni se respeta ni se hace respetar. De vez en cuanto nombran, eso sí, a una personalidad técnica, como Draghi o Monti, pero poco dura la dicha. En cuanto salen de la crisis, o cuando los diputados se garantizan una pensión vitalicia, vuelven a las andadas y disuelven el parlamento, justo como ahora.
Según la Unión Europea, al menos el 50% de la corrupción política sucede en Italia. Parte de la culpa lo tiene el crimen organizado, sin duda, pero sin la connivencia de los políticos el grado de corrupción no sería tan elevado. Sea como sea, decenas de miles de millones de impuestos de los italianos no se invierten en mejorar las infraestructuras o las condiciones de la ciudadanía y eso se ve. Cada día que pasa Italia está más decadente.
Pero tal vez lo peor no es ni el deterioro de su democracia ni la corrupción institucionalizada sino la enorme brecha que se abre cada vez más entre el sur, pobre y desatendido, y el norte, rico y sofisticado. Los territorios que formaron el reino de Nápoles (por cierto, parte de la Corona de Aragón primero y luego del Reino de España durante 250 años) presentan un PIB per cápita un 35% inferior a la media nacional, mientras que la región de la Lombardía, la más rica, tiene un PIB per cápita superior un 35% a la media. Es decir, en Milán se genera el doble de riqueza por habitante que en Nápoles, Sicilia o Puglia. Más del 30% de la población italiana tiene menos ingresos que los de nuestras comunidades menos favorecidas, y eso que el PIB per cápita italiano supera al español en un casi un 20%.
Probablemente sea esta brecha la que está rompiendo Italia como nunca lo ha hecho antes y la que explique el auge desmedido de los populismos y el fortalecimiento del crimen organizado como un segundo estado, más cercano a los ciudadanos. La deuda italiana tiene una prima de riesgo casi el doble de la española y un rating peor. Su bolsa ha caído este año cuatro veces más de lo que ha caído la española. En resumen, no podemos esperar nada bueno de un país fundamental para vertebrar la Unión Europea.
Para España, no solo es malo que un motor de la Unión Europea se esté gripando, sino que, además, parece que queremos copiarle en lo malo a marchas forzadas. Barcelona lleva camino de ser Nápoles, una ciudad tan preciosa como descuidada, sucia y peligrosa. Los populismos siguen campando a sus anchas, ocupando espacios que no les corresponden. La corrupción no se ha acabado y las prioridades de los políticos cada vez coinciden menos con las de los ciudadanos. Estamos entrando en un modo supervivencia que no presagia nada bueno. Veamos qué pasa en Italia para evitar que pase aquí lo mismo. De momento estamos siguiendo sus pasos hacia el abismo.