Más de 900.000 personas dirigen una explotación agraria en España. Su actividad supone el 3% de nuestro PIB, que se eleva a cerca del 10% si le agregamos la actividad de las más de 31.000 empresas agroalimentarias que hay en nuestro país. Sin producción autóctona, la gran mayoría de estas empresas no tendrían razón de ser.
Pero la actividad agrícola se está abandonando año tras año. La edad media de quienes trabajan en el campo, jornaleros aparte, supera los 61 años. Solo el 6% tiene menos de 25 años, y el 30% de mujeres que se dedican al campo son, en su gran mayoría, personas mayores y viudas. La España vaciada de la que solo nos acordamos en periodo electoral se articula en gran medida por la actividad agroalimentaria.
A este peligroso envejecimiento se unen retos estructurales como la necesidad de mejorar la eficiencia hídrica, reducir el impacto en el medioambiente de los fertilizantes y, también, mejorar la productividad. España tiene mucha tierra cultivable, al menos 17 millones de hectáreas, pero solo el 25% de ese terreno es de regadío y de éste la gran mayoría es riego por gravedad, o sea mediante acequias, el sistema que más agua malgasta. Los ratios de productividad por hectárea o por metro cúbico de agua no nos dejan muy bien parados al compararnos con otros países avanzados. Nuestra agricultura está a años luz de la holandesa o a la norteamericana.
Cada vez hay más tecnología disponible para que el campo sea más eficiente, es posible sensorizar el terreno para regar o dosificar fertilizantes de manera eficiente, o usar drones para optimizar tareas, pero en un medio tan envejecido y sin atractivo para los jóvenes es muy difícil introducir cambios tecnológicos de calado. Y si no damos ese paso, luego nos pondremos divinos y diremos que el campo contamina mucho y que gasta demasiada agua y acabaremos importando todo cuando ahora las exportaciones del campo suponen más de 50.000 millones, una gran parte a través de compañías extranjeras, eso sí, porque nos sabemos vender muy mal. No es de descartar que fondos especializados comiencen a comprar tierras. Ya lo están haciendo en Marruecos. Y puede que sea la única solución para evitar la despoblación rural.
El Ministerio de Agricultura lo tiene claro, tiene planes de incentivación que van más allá del PERTE pero no solo necesita dinero el campo. Necesita apoyo y reconocimiento social. Solo nos engancha lo digital, nos vanagloriamos de tener poca industria “real” y vamos camino de tener también muy poco campo “real”. Asociamos el campo con poca cultura y eso es radicalmente falso. La incultura, como la pobreza, urbana son mucho peores que la rural. Por poner un ejemplo, ahora que nos ponemos tan sublimes que nos ponemos con el idioma, sin el campo no hubiesen sobrevivido ni el catalán ni el vasco, aunque ahora los popes de la lengua les traten de corregir por no hablar el catalán de TV3.
Tenemos un horizonte económico más bien complejo y parte de la solución está en relocalizar aquí cosas que nos habíamos acostumbrado a comprar muy lejos. No tiene sentido comprar espárragos en Perú si los tenemos mejores en Navarra, o buscar albaricoques en Sudáfrica cuando los tenemos más dulces en Lleida. Como todos los precios suben, no cabe la excusa de comprar más barato. Es mejor pagarle algo más a un agricultor local que tirar el dinero en el transporte desde un país remoto donde el producto es peor, las condiciones sanitarias y laborales pésimas y la huella de carbono infinita, porque quienes tanto presumen de ecologistas no se dan cuenta de que lo que traemos, de no se sabe dónde, lo hacemos en barcos gigantes que consumen y contaminan mucho más que un tractor, aunque no sea eléctrico.