No puede uno fiarse de nada. Ahora resulta que también es mentira que la Flama del Canigó sea una costumbre ancestral, a este paso no nos va a quedar a los catalanes más tradición que la de llevarnos el tres por ciento de todo lo que podamos, por lo menos respecto a esta no hay dudas. Nos habían convencido que lo de traernos un fuego de una montaña que a saber dónde cae, se remontaba casi a la prehistoria, incluso dábamos por sentado que el film En busca del fuego, de Jean-Jacques Annaud, era la historia de los primeros catalanes, los cuales se enfrentaban a todos los peligros imaginables --fieras enormes, pero también tribus rivales, formadas sin duda por los primeros españoles-- para llevar el fuego hasta su poblado y celebrar así una verbena de San Juan como está mandado. Si alguien hacía notar que san Juan todavía no había nacido, se le respondía que los catalanes ya por aquel entonces eran tan sabios que se adelantaban a los acontecimientos futuros. Y a otra cosa.
Viniendo la leyenda de Òmnium Cultural, ya podíamos imaginar que probablemente fuese falsa. ¿Qué esperar de una organización que lleva ese apellido y se dedica más a la política que a la cultura? Si miente desde el nombre, lo natural es que siga mintiendo en todo lo demás. El caso es sugerir que los catalanes somos un pueblo antiguo, el más antiguo del mundo a poder ser, para que nadie tenga dudas de que nos merecemos la independencia por eso, por antiguos. Uno tiende más a pensar que somos un pueblo anticuado, que, aunque eso no computa a la hora de reivindicar una república propia, explica cómo nos toman el pelo a cada momento, como si fuéramos un abuelete que no se entera de nada. Como anticuada en lugar de antigua, lo que merece Cataluña no es un nuevo Estado, sino una sesión de chapa y pintura que la modernice, una reforma total que la ponga al día. Pero eso significaría correr a gorrazos a quienes llevan dirigiendo años la política y la cultura catalanas, o sea que mucho mejor mirar al pasado e idealizarlo. Es decir, falsearlo.
Lo de trastear un fueguecito montaña abajo para que en cada población enciendan su hoguera será muy divertido, no digo que no, pero que no nos lo vendan como costumbre ancestral. Nuestros ancestros no tenían tiempo para dedicarlo a pijadas, eso es cosa de catalanes contemporáneos, a un ancestro le propones el jueguecito del fuego y te suelta un garrotazo, para jueguecitos estoy yo. Un catalán contemporáneo, en cambio, se cree cualquier cosa que le cuente la religión oficial, que para algo es la oficial, venga de Òmnium, de la ANC o del Govern. Y si hay que arrodillarse al paso de la flama, se arrodilla, que según le han dicho, ese mismo fuego fue adorado por los primeros catalanes, una gente --por supuesto-- noble, honrada, bellísima, trabajadora, inteligente, fuerte y limpia, por contraste con sus vecinos.
Crear en la actualidad tradiciones ancestrales tiene su mérito. Una cosa es que nos vengan dadas desde tiempos remotos, lo cual no requiere esfuerzo alguno, basta con recogerlas y se acabó: ahí tenéis una tradición, hala, haced lo que queráis con ella. En cambio, crearlas en pleno siglo XX, no digamos ya en el XXI, no está al alcance de cualquiera, para eso hace falta imaginación grandiosa y, sobre todo, una desvergüenza enorme, por fortuna de eso último en Cataluña no falta.
Bien pensado, que la Flama del Canigó sea un fraude es algo positivo, porque nos aporta otra tradición catalana: la de que todo sea un fraude, desde lo que nos contaban del pasado, hasta lo que nos explicaron del futuro, léase la independencia.