Hoy se reúnen en la Moncloa el ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, con su homóloga del Govern, Laura Vilagrà, para desbloquear una relación que los republicanos dieron por suspendida hace dos meses tras el estallido del llamado Catalangate. El separatismo logró marcar un golazo al Gobierno por un presunto caso de espionaje masivo tras hacerse eco The New Yorker de un informe elaborado por el activista Elies Campo para Citizen Lab de la Universidad de Toronto.
El investigador Juan José Olivas ha demostrado en diversos artículos que dicho informe es de dudosa credibilidad, tanto por sus irregularidades metodológicas, empezando por las manifiestas conexiones de Campo con el independentismo, como por el carácter circunstancial de las pruebas contra España que, además, no se pueden verificar. Su conclusión es que, probablemente, se trate de un montaje con falsos positivos (¿fabricados?) para trasladar el discurso de que el Estado español se dedica a espiar a los políticos independentistas, todo con el fin de influir en los procesos judiciales pendientes en Europa bajo la acusación de haberse vulnerado derechos y libertades fundamentales.
Tras guardar un largo silencio, en lugar de refutar la mayor, el ministro de la Presidencia desveló que algunos miembros del Gobierno español, empezando por Pedro Sánchez, también habían sido espiados a través del programa Pegasus. El asunto generó mucho ruido dentro del ejecutivo de coalición, y obligó a una comparecencia en la comisión de secretos oficiales de la directora del CNI, Paz Esteban, que fue cesada al cabo de unos días, sin que su caída contentase a ERC. El asunto acaparó la atención política y mediática durante semanas, y fue entonces cuando el Gobierno de coalición perdió el hilo del relato social de la legislatura y de las medidas anticrisis. El desastre electoral en Andalucía es en parte consecuencia de ello, sin ignorar tampoco la lógica andaluza.
Lo peor para Sánchez es que trasladó una imagen de debilidad frente al independentismo, cediendo la cabeza de la directora del CNI, cuando su actuación había sido siempre legal en aquellos casos en que, efectivamente, algunos políticos, empezando por el mismo Pere Aragonès, fueron escuchados por la inteligencia española. El Gobierno no quiso defender al CNI y optó por esquivar las mentiras de la propaganda separatista lanzando tinta de calamar con un Spanishgate que, a la postre, le costó más caro en términos reputacionales. Además, ERC no votó el decreto de las medidas anticrisis alegando insuficientes asunciones de responsabilidades, aunque antes del Catalangate ya no había querido apoyar la reforma laboral pese a las súplicas de la UGT catalana. El error de la Moncloa --y que se repite ahora-- es no darse cuenta de que los republicanos no están interesados en dar estabilidad al Gobierno, que la relación es tóxica. La respuesta de ERC a la mano tendida de Sánchez ha sido mordérsela una y otra vez.
En la reunión de hoy, la consejera Vilagrà pondrá encima de la mesa nuevas exigencias para aprobar las leyes pendientes en las Cortes, y reprochará al Gobierno públicamente la falta de inversiones en Cataluña, el fracaso de los Juegos Olímpicos de invierno, o la parálisis de la mesa de diálogo. En ERC tienen un interés máximo en fijar una reunión de Aragonès con Sánchez, pero solo para que el president marque posición política.
En realidad, en el PSOE ya están avisados, los republicanos les han advertido de que tras el fiasco andaluz su apoyó le costará más caro. Mientras tanto, en Cataluña, a ocho meses de las municipales, la campaña victimista con las infraestructuras es un buen filón para aglutinar el voto soberanista, y de paso acorralar a un PSC que en mayo próximo no va a tener el viento de cola del que se benefició en 2019 cuando Sánchez estaba en su mejor momento de popularidad. Si el líder socialista quiere cortar la concentración del moderado en Núñez Feijóo, tiene que dar señales de mayor autoridad, marcar una dirección sin concesiones a unos socios siempre insatisfechos, y poner fin a la relación tóxica con ERC.