Hace un tiempo que me baila por la cabeza la idea, tal vez peregrina, de que de la misma manera que hay una edad mínima para votar, quizás debería establecerse también una edad máxima para tales menesteres. La edad máxima podría ser la de la jubilación, entre los 65 y los 68 años, y no porque el coco esté especialmente perjudicado a esas edades, sino porque uno, francamente, ya ha cumplido ampliamente con la sociedad tras casi medio siglo depositando papeletas en urnas (y sin conseguir prácticamente nunca sentirse mínimamente satisfecho con los resultados electorales).
No hay por qué esperar a tener el cerebro frito para apartarse de las urnas. A mí me funciona razonablemente bien la galleta --aunque me consta que hay gente que opina lo contrario--, pero empiezo a no tener ganas de participar en las contiendas electorales, entre otras cosas porque, dada mi condición de socialdemócrata trasnochado y momia del régimen del 78, no me gusta ninguna de las opciones políticas que tengo a mi disposición: nunca he votado al PP, soy incapaz de tomarme en serio a Vox y a Podemos, detesto a los nacionalistas y el partido al que tantas veces he votado por defecto, el PSOE (o, mejor dicho, su filial catalana, el PSC), se ha convertido en un vehículo para Pedro Sánchez, un arribista con mucha suerte que no me cae especialmente bien.
Con semejante estado de ánimo, comprenderán que observe las elecciones andaluzas de mañana con un desinterés notable. Solo sé que el PSOE presenta a un tal Espadas y el PP a un tal Moreno, que solo hablan de la esperanza que traen ellos y la tragedia que se abatiría sobre Andalucía si ganara la contienda su adversario. Hay una tercera en discordia, Macarena Olona, de Vox, a la que siempre confundo con María del Monte y que parece estar a la altura (concretamente, la del betún) de sus compañeros de secta, comandada por un tal Abascal, que se cree José Antonio Primo de Rivera, pero no le llega ni a la suela del zapato: José Antonio leía libros, tenía pujos de intelectual y no le hacía ascos a tratarse con García Lorca, mientras que Abascal, según un amigo de Bilbao que lo conocía bastante, es un tarugo y un holgazán de cuya vagancia aún se hacen cruces en el PP de cuando rondaba por ahí.
Como socialdemócrata rancio, evidentemente, no tengo nada en contra de pararle los pies a la derechona, pero agradecería que los argumentos de las (supuestas) fuerzas del progreso (que incluyen a un montón de partidos y partidillos a cuál más irrelevante) fueran un poco más allá de prevenir a la población sobre los peligros de los conservadores. El viejo "que viene el lobo" ya no funciona, pues equivale a decir "somos un asco, pero los de derechas son aún peores que nosotros".
Algo ha debido hacer mal la (supuesta) izquierda para que el PP esté cortando el bacalao en Andalucía tras años de control absoluto por parte del PSOE. No soy un profundo conocedor de la realidad andaluza, pero tengo dos buenos amigos sevillanos que me mantienen al corriente y me aseguran que el PSOE se portó como Convergència en Cataluña, fomentando el clientelismo, las corruptelas y la obviedad de ser un producto de la tierra, de ser de casa, sistema que les permitió eternizarse en el poder durante décadas. Hasta que la engañifa dejó de surtir efecto. Darse aires a base de decir que Andalucía se ha llenado repentinamente de fascistas es, aparte de un interesado delirio, una manera de eludir las propias responsabilidades que no cuela.
Dicen algunos que las elecciones de Andalucía son una precuela de las nacionales, y que, si triunfa la derecha en el sur, luego lo hará en toda España. De ahí que el gran argumento de lo que ahora se entiende por izquierda en nuestro país sea lo de que viene el lobo y lo de que hay que plantar cara al fascismo (¿para qué, en concreto?; ¿para que Pedro conserve su querido sillón e Irene Montero siga iluminándonos con su pensamiento profundo a todos, todas y todes?; ¿no se os ocurre nada mejor, chavales?). Aunque, como es mi caso, no hayas votado jamás al PP y no sientas especial simpatía por Vox (sino más bien una cierta grima), para acercarte a las urnas necesitas algo más que unas alarmistas llamadas a cerrar el paso a la derechona.
En cualquier caso, yo no pinto nada en las elecciones andaluzas. Las próximas en las que me toca votar son las municipales barcelonesas, que pueden ser las últimas de mi historial como votante. Como tuvo el detalle de venir a la presentación de mi último libro, Barcelona fantasma, igual voto por Jaume Collboni, aunque lleve años molesto con el estilo gallego del PSC, de cuyos miembros nunca sabes si suben la escalera o la bajan. Sé que, como criterio político, lo mío con Collboni no resiste un somero análisis, pero no voy a votar al Tete Maragall ni volviendo a la bebida y, en el fondo, lo único a lo que aspiro es a librarme de Ada Colau antes de que acabe de destruir lo que queda de Barcelona.
Cuando lleguen las elecciones nacionales, me temo que me pasará algo bastante parecido a lo de las andaluzas y que me llevará a la abstención: si lo único que me dice la (supuesta) izquierda es que hay que cerrarle el paso al fascismo y que viene el lobo, que no cuenten conmigo para acercarme a las urnas.
¿Qué vuelve la derecha? Pues que vuelva. Sin mi colaboración ni mi oposición. Por algo será. Y, además, he llegado a la edad que debería ser la máxima permitida para votar. Lo único bueno de hacerse mayor es que te vas librando poco a poco de un concepto pesado y ominoso que te ha atormentado toda la vida: la trascendencia. Para 15 años (con suerte) que me quedan en este planeta, ya solo aspiro a reírme todo lo que pueda. Y pocas cosas hay más aburridas en España que unas elecciones.