Tenemos por delante una semana en la que viviremos, más o menos, políticamente mirando al Sur, es decir, a Andalucía. También podríamos hacerlo mirando al Norte, a Francia. A fin de cuentas elecciones hay en los dos sitios. Pero nuestro europeísmo tampoco es que sea de dimensiones estratosféricas y, pese a la cercanía, es como si nos tirase más la cosa andaluza, por tradición e influencia. Además, si tenemos en cuenta que las encuestas apenas sirven ya para poco más que perimetrar las incertidumbres, los comicios andaluces tienen bastante más morbo que los franceses. No tanto por lo que nos va en juego de forma directa e inmediata, como para poder atisbar por donde irán las cosas en un futuro próximo, al menos a nivel general. Para más inri, en estos tiempos tan ecológicos, puede servir como observatorio para saber cómo influye la climatología en la participación electoral, si con estos calores achicharrantes el personal se decide a echarse a las urnas o quedarse a la sombra en casa.
Por lo demás, el interés por los asuntos catalanes parece que decayese a medida que ascienden las temperaturas: deben ser los efectos del cambio climático. Después de todo, aquí es mejor reírse hasta desternillarse o que se desencajen las mandíbulas que llorar por ver lo que ocurre en derredor. Además, siempre se dijo que reír es un ejercicio estupendo para el cutis, puesto que evita las arrugas. Motivos para la carcajada los tenemos de sobra, incluso aunque pueda ser preludio de llanto y crujir de dientes.
El humo nos nubla la vista, porque más que cortinas parece que tuviésemos cortinones en el entorno. Cuando no es por una cosa, es por otra. Y tanto da enredarnos con el plan de usos del Eixample como con los usos lingüísticos. Ahora estamos entretenidos con el pacto nacional por la lengua que no hace más que marearnos entre lo curricular, lo vehicular, lo formativo o el aprendizaje. De las cosas del comer, mejor no hablar que eso es una ordinariez, como hablar de dinero.
No me negarán que no tiene su aquel eso de que un portavoz tilde de tarado al presidente de un partido socio de gobierno. Hace tiempo que estamos habituados a sesiones de control parlamentario que parecen más batallas de gallos. Cierto es que tenemos una larga tradición. En su día, Alfonso Guerra tildó al presidente Adolfo Suárez de “tahúr del Mississippi”, amén de otras lindezas, como “inculto procedente de las cloacas del franquismo que regenta la Moncloa como una güisquería”. Así que sorprendernos del estilo de bronca parlamentaria a estas alturas tampoco nos llevará muy lejos. La diferencia es que, en aquellos lejanos tiempos, los partidos fueron capaces de suscribir unos Pactos de la Moncloa para sacar adelante un país en situación más que precaria.
La duda que siempre quedará ahora es saber si lo de tarado referido a Carles Puigdemont se le ocurrió a solas a Gabriel Rufián o la música y letra la oyó en la casa republicana. Cierto es que después pidió disculpas, pero se proyecta la sensación de que todos estén hartos de todos. Puede ser un motivo más para sus aspiraciones como alcaldable de Santa Coloma, dentro de esa política de asalto republicano al cinturón del área metropolitana para ampliar la base social del independentismo y quebrar la hegemonía del PSC. Tampoco podemos olvidar que Ernest Maragall salió diciendo que “el auténtico gobierno municipal de Barcelona es una coalición entre Foment y el PSC”. Quizá fue para marcar perfil de izquierda y asentar la imagen de Jaume Collboni como interlocutor privilegiado del empresariado.
Motivos no faltan para volver la vista hacia tierras andaluzas y olvidar, aunque sea solo por unos días, el erial catalán. El próximo domingo tendremos datos de la temperatura del cuerpo social de una parte importante del electorado nacional para hacernos una idea aproximada de hacia dónde evolucionan sus querencias. En realidad, todos los partidos se juegan mucho en Andalucía. Y hasta la vicepresidenta Yolanda Díaz ha saltado a la arena para hacer realidad esa voluntad expresada de escuchar para conjugar el verbo sumar. Tampoco sabemos hasta qué punto los partidos o lo que queda de ellos están necesitados de colocarse un audífono para percibir mejor el sentir de los votantes. Hace cuatro años, unos setecientos mil andaluces teóricamente de izquierda se quedaron en casa. Veremos ahora qué ocurre. El espectáculo previo para la confección de las listas electorales no ha sido precisamente muy edificante.
Cada vez se oye con más frecuencia la necesidad de recomponer ese espacio de la izquierda e incluso que el PSOE necesita algo o alguien con cara y ojos a su izquierda. Pero la historia nos enseña que la izquierda tiende a aniquilarse ella misma, unos contra otros, puro cainismo. Aunque parezca lo más sencillo, no es tan fácil manifestarse con normalidad frente al resto de sensibilidades digamos “progresistas”. Es evidente que la risa va por barrios, pero esa pugna fratricida lo recorre todo, incluida Barcelona, en donde el candidato socialista parece ahora decidido a pisar los barrios, aunque sea con discreción. Lo malo es que los comunes siguen siendo el referente, los protagonistas que marcan el ritmo y definen el campo de juego, de forma que Jaume Collboni queda asociado a Ada Colau con total normalidad.