La célebre pieza de la artista norteamericana Jenny Holzer Protect me from what I want me viene a la cabeza cada vez que resurge el tema de la posible abolición de la prostitución. Durante años, fue una obsesión de la derecha, que solía ser implacable con las profesionales del sexo, pero mostraba mucha manga ancha con la clientela. Ahora es una fijación de cierta izquierda alentada por algunas ministras moralistas que están en la cabeza de todos y que a veces recuerdan a las Damas del Ropero o a cualquier otra asociación de señoras pías de la época del franquismo.
Esta izquierda supuestamente nueva, acompañada por un sector del feminismo, aspira a erradicar una actividad que viene llevándose a cabo desde tiempo inmemorial y que, en mi opinión, solo se puede regular, pero jamás prohibir o abolir, aunque solo sea por respeto a la ley de la oferta y la demanda: mientras haya alguien dispuesto a alquilar su cuerpo para ganarse unos pavos y haya alguien dispuesto a pagarlos, ¿qué derecho tiene nadie a inmiscuirse en sus asuntos o a intentar salvarles de sí mismos?
La prostitución no es, pues, un problema moral, sino social y policial. Juraría que lo único que tenemos que hacer, como sociedad, es quitar de en medio a la gentuza que saca provecho del asunto: proxenetas, tratantes de blancas (o de negras), traficantes de personas, gente, en suma, indeseable cuyo lugar de residencia permanente debería ser la cárcel. Intentar proteger de sí mismos a prostitutas y clientes me parece, además de una pérdida de tiempo, una intromisión muy poco democrática en la vida privada de las personas. Sobre todo, cuando tan nobles intenciones se apoyan a menudo en datos descaradamente falsos: ¿alguien puede creerse, como se ha mantenido desde ciertos sectores de la Izquierda del Ropero, que el 95% de las prostitutas se dedican a eso por obligación?
Es evidente que estamos ante un negocio que congrega indeseables a granel, pero el comercio carnal en sí no debería ser de la incumbencia de ningún gobierno democrático. Lo único que este puede hacer por quienes optan por ganarse la vida de manera tan, digamos, peculiar es quitarles de encima a los buitres que se aprovechan de la coyuntura y que constituyen, insisto, un problema policial, un tema de delincuencia pura y dura, un abuso de poder repugnante y un atentado contra el libre albedrío de las personas.
En cuanto a abolir la prostitución, mejor olvidarnos: es imposible y yo diría que hasta injusto y con un punto dictatorial. No estamos aquí para proteger a la gente de sí misma. Ni para acabar hundiendo en la miseria a ciertos colectivos (pienso, por ejemplo, en los jorobados con problemas de halitosis) cuyos miembros morirían vírgenes de no disponer de una atención personalizada (de pago, por supuesto).
Para mí, lo peor de esa izquierda redentora es que se meta donde no le llaman. ¿Que alguien alquila su cuerpo un ratito por unos eurillos? Adelante con los faroles. ¿Que alguien está de acuerdo en pagar por unos momentos de placer? No se prive, caballero. Ningún problema en una transacción personal, por irregular que pueda perecerles a los moralistas. El problema empieza si la prostituta es una esclava de una red de criminales o de un tipejo despreciable que vive a su costa, y son la red de criminales y el tipejo despreciable los que deben ser perseguidos por la justicia mientras dejamos en paz a esas parejas improvisadas cuyos integrantes intercambian sexo por dinero. Y dejemos a la gente inofensiva en paz, pues no nos ha pedido que la protejamos de lo que desea, sino de lo que no desea.