Una de las cosas buenas de estar enganchada a Instagram es que puedes reconectar con personas que parecían olvidadas en tu memoria, como es el caso de Josh, mi primer amor de verano. A Josh lo conocí con 15 años, gracias a que mis padres me enviaron a pasar todo el mes de julio a casa de unos amigos de unos amigos que vivían en un pueblo costero cerca de San Francisco (California) sin imaginarse nunca que, además de practicar inglés, me pasaría el día entero pegada a un chico más mayor que yo, con quien me harté de fumar marihuana (todavía recuerdo la experiencia surrealista de ver Apolo 13 en el cine en inglés sin subtítulos después de haber fumado), escuché todos los discos Red Hot Chili Peppers y acompañé a hacer excursiones por los parques naturales de la costa oeste.
Lo que más le gustaba a Josh, además de hacer surf, era bañarse en lugares donde indicaba que estaba prohibido (por peligro de corrientes, tiburones o temas de conservación medioambiental) y mostrarme la diversidad de la fauna y flora que habitaba bajo las aguas del Pacifico: desde algas peludas y gigantes que me daban mucho asco, a una enorme variedad de moluscos, crustáceos y bichos raros, además de las famosas sea otters, una especie de nutria marina que habita en las costas del Pacífico norte. Josh empezaba la universidad en septiembre y de mayor quería ser biólogo marino. Éramos tan diferentes que me enamoré.
Por aquel entonces no había redes sociales y a los pocos meses de irme, perdimos el contacto. Con los años, sin embargo, siempre me pregunté qué habría sido de Josh. ¿Estaría trabajando en Greenpeace o en alguna organización medioambiental, salvando ballenas y delfines? ¿Investigando en alguna universidad? La respuesta a mis preguntas llegó hace doce años, gracias a Facebook. Josh se había mudado a Hawái, estaba casado y con hijos, y trabajaba de promotor inmobiliario. Menuda decepción. ¿Dónde estaba el joven idealista y amante de la naturaleza que había conocido quince años atrás? ¿Era feliz vendiendo apartamentos? No me atreví a preguntárselo.
Diez años después, Josh ha vuelto a reaparecer en mis redes sociales, esta vez por Instagram. Y, para mi grata sorpresa, parece que está volviendo a sus orígenes: en su última fotografía publicada, aparecía en bañador (está más o menos igual, pero con el pelo blanco), sujetando con la mano dos meros gigantes que acaba de pescar haciendo pesca submarina. Al pie de la imagen, presumía de haber limpiado el arrecife de unos cuantos #invasores (resulta que los meros son una amenaza para el omilu, un pez local) y de haberse enfrentado a un tiburón mientras pescaba. Por otro lado, agradecía a un buen amigo haberlo acompañado en la aventura y lo retaba a prepararse un sashimi tan bueno como el suyo con la pesca del día. Ojalá pudiera volar mañana a Hawái y probar ese sashimi yo también, pensé. A Josh se le veía feliz, y motivos no le faltaban.
Según el proyecto Mappiness, un estudio de datos sobre la felicidad llevado a cabo por dos investigadores del London School of Economics, y el más importante sobre este tema hasta el momento, las actividades que hacen más feliz a la gente son el sexo, el ejercicio y la jardinería. El estudio también revela que las personas son sistemáticamente más felices cuando están en la naturaleza, especialmente cerca del agua, y sobre todo cuando el paisaje es hermoso.
Por otro lado, la felicidad aumenta cuando se está con la pareja o los amigos, pero no cuando se está con otras personas, como colegas, hijos o conocidos. Factores como el clima y ganar dinero servirían para dar un impulso, pero a la hora de la verdad no tendrían tanta relevancia para ser felices, asegura el estudio, que consistió en llamar a más de tres millones de personas a sus teléfonos móviles y hacerles preguntas sencillas: ¿Con quién están? ¿Qué están haciendo? ¿Cómo de felices son?
Una revelación crucial del proyecto Mappiness fue que el trabajo, donde pasamos muchas horas, no es un camino probable a la felicidad. Tampoco ayuda el hecho de que muchos decidamos mudarnos a grandes ciudades y pasar poco tiempo en la naturaleza. Las ciudades con más fácil acceso a la naturaleza (como Hawái) son lugares más felices, según Mappiness.
Por último, el proyecto descubrió que, de las 27 actividades de ocio que se mencionan, las redes sociales ocupan el último lugar en cuanto a la felicidad que aportan.