Desde hace años, me sorprende la manera con que revestimos de modernidad y progreso genuinos retrocesos sociales. Era el caso, ya comentado en esta columna, de los riders y plataformas de compras online, pues el supuesto avance que representaba el que te trajeran a casa una hamburguesa con patatas con tan solo un clic en el dispositivo móvil, se sustentaba en una marginalidad laboral insostenible.
Hace pocos días lo volvía a pensar con ocasión del encuentro con un amigo en una cafetería, a la que no acudía desde previa la pandemia, y de la visita a una empresa de coworking. Me sorprendió cómo un bar tradicional se había convertido en un establecimiento orientado a personas jóvenes, concentradas todas ellas en sus respectivos ordenadores. La decoración también se había transformado, con colores festivos y frases en la pared extraidas de algún manual de autoayuda.
La empresa de coworking me produjo una impresión similar, un espacio de trabajo repleto de jóvenes aislados en salas comunes o manteniendo conversaciones privadas en departamentos minúsculos, en un entorno cuya decoración pretendía reflejar el compromiso con la salvación del planeta. Y todos con sus fiambreras para comer por unos pocos euros.
En ambos casos, una primera impresión es la de encontrarte con una generación afortunada, que apuesta por la calidad de vida y disfruta de su libertad trabajando en lo que le gusta, de mentalidad cosmopolita, globalizada, y con dominio del inglés. Pero, si profundizas y, especialmente, cuando te explican su día a día, descubres que tras las apariencias lo que subyace es desarraigo, precariedad y falta de confianza en un futuro mejor.
Les cuesta creer que, no hace tanto, las personas tenían un contrato de trabajo estable, una mesa y una silla propia en unas oficinas compartidas con otras personas, con las que mantenían una relación personal estable e iban a comer su menú en el bar de la esquina. Y con la esperanza de que el futuro les brindara la oportunidad de mejorar sus condiciones profesionales.
Puede que me deje llevar por la nostalgia. Pero no creo que sea precisamente este sentimiento el que alimenta el extendido desencanto de los más jóvenes. Ni tampoco es cierto que no tengan cultura del esfuerzo, de lo que injustamente tan a menudo se les acusa. Quizás el problema es el mundo que les dejamos. El del coworking.