Leía esta semana un dato sorprendente acerca de las recientes elecciones francesas: sin los votos de los mayores de 60 años, Emmanuel Macron hubiera quedado tercero en la primera ronda, tras las alternativas extremistas de Marie Le Pen y Jean-Luc Mélenchon. Una dinámica que ya viene de lejos y que, de seguir así y nada sugiere lo contrario, seguirá debilitando las opciones de centro y la misma gobernabilidad, sujeta a los vaivenes de la radicalidad.
Se podrá argumentar que, tradicionalmente, las personas jóvenes se sienten atraídas por las opciones más rompedoras y que el mero paso de los años acaba por conducirles a posiciones más calmadas. Resulta indiscutible que tradicionalmente ha sido así, pero ya no es el caso pues muchas personas de edad ya respetable siguen votando las formaciones extremas y difícilmente se orientarán hacia la moderación en su vida como votantes. Era el acceso al bienestar junto con la responsabilidad de estar al frente de una familia lo que favorecía ese tránsito hacia la prudencia. Ahora, ni acceden a la propiedad ni se enraízan familiarmente.
Las personas mayores se mantienen leales a los partidos moderados porque confían en que, antes o después, regrese el mundo que conocieron, el del trabajo estable y el arraigo de la persona en una sociedad cohesionada. Por contra, la gran mayoría de los ciudadanos más jóvenes no saben de aquellos tiempos, habituados de hace décadas a una sociedad fracturada en la que se desvanece la esperanza de un futuro mejor. Y se hace muy difícil explicarles que no siempre fue así y, aún más complicado, convencerles de que regresarán los buenos tiempos.
Con este panorama, hemos de enfrentarnos a un sinfín de conflictos, por todas partes y a todos los niveles como consecuencia, en buena medida, de una globalización tan acelerada como inconsistente. Reconducirla no va a resultar nada sencillo. Pero no perdamos la esperanza. Por lo menos, los mayores de sesenta.