En plena tormenta por el llamado caso Pegasus, el supuesto espionaje del CNI a distintos políticos independentistas, y más allá de su interesada utilización política por los partidos independentistas, que no son precisamente unos adalides del Estado de derecho --recordemos que un día sí y otro también en línea con el nacionalpopulismo defienden que la voluntad del pueblo, que ellos encarnan, está por encima de leyes y sentencias-- conviene hacer unas reflexiones sobre el papel de los centros de inteligencia, o si se prefiere los espías, y el Estado de derecho.
Parece indudable que la actuación de los centros de inteligencia nacionales, en España y en cualquier otra democracia, se mueve en los límites del Estado de derecho. La justificación es que realizan tareas preventivas de enorme importancia de cara a amenazas tan graves como el terrorismo y los posibles ataques a la unidad territorial de un Estado, que están reñidas con la transparencia y la publicidad.
Aun así, todos los estados democráticos de derecho, a diferencia de los estados autoritarios, han hecho un esfuerzo por establecer un marco regulatorio y unas garantías para controlar la actuación de sus espías, lo que obviamente no es fácil y encierra una cierta contradicción con el sigilo y la reserva con que tienen que desarrollarse las funciones que estos centros de inteligencia.
Entre estas funciones, de acuerdo con la normativa de otros países y también con la española, se encuentran las de obtener e interpretar información para proteger y promover los intereses políticos, económicos, industriales, comerciales y estratégicos de cada país, dentro o fuera del territorio nacional, o, por lo que aquí nos interesa, prevenir, detectar y posibilitar la neutralización de aquellas actividades de servicios extranjeros, grupos o personas que pongan en riesgo, amenacen o atenten contra el ordenamiento constitucional, los derechos y libertades de los ciudadanos españoles, la soberanía, integridad y seguridad del Estado, la estabilidad de sus instituciones, los intereses económicos nacionales y el bienestar de la población, entre otras.
En España, después del escándalo de los papeles del Cesid (antecedente del CNI) cuya actuación se desenvolvía todavía bajo el amparo de normas sin rango legal y en un marco jurídico heredado de la dictadura, se promulgó una nueva ley, La ley 11/2002, de 6 de mayo, reguladora del Centro Nacional de Inteligencia, que se complementa con la Ley Orgánica 2/2002, de 7 de mayo, reguladora del control judicial previo del Centro Nacional de Inteligencia.
Con respecto a la primera, su exposición de motivos proclama: “La sociedad española demanda unos servicios de inteligencia eficaces, especializados y modernos, capaces de afrontar los nuevos retos del actual escenario nacional e internacional, regidos por los principios de control y pleno sometimiento al ordenamiento jurídico”. Por tanto, además de la modernización, uno de los objetivos de la ley era, precisamente, el principio del control y sometimiento al ordenamiento jurídico. En cuanto a la misión del CNI, siempre según la exposición de motivos, es la de “proporcionar al Gobierno la información e inteligencia necesarias para prevenir y evitar cualquier riesgo o amenaza que afecte a la independencia e integridad de España, los intereses nacionales y la estabilidad del Estado de derecho y sus instituciones”
De la simple lectura de la exposición de motivos de la ley y también de lo dispuesto en su artículo 4 se desprende sin necesidad de ninguna interpretación jurídica muy sesuda que precisamente riesgos o amenazas como las que suponen o pueden suponer las actuaciones de los partidos independentistas (y más con los precedentes del otoño de 2017) entran dentro de esta misión, por muy socios de investidura que sean del Gobierno actual. Otra cosa es cómo hay que desarrollarla y con qué controles y garantías.
Existe, en primer lugar, un control parlamentario, aunque no parece que hasta la fecha haya sido demasiado efectivo. Este control se desarrolla a través de la comisión que controla los créditos destinados a gastos reservados, a la que le corresponde el control de las actividades del CNI, conociendo los objetivos que hayan sido aprobados por el Gobierno y un informe anual sobre su grado de cumplimiento de los mismos y las actividades desarrolladas. Además, de acuerdo con la normativa parlamentaria, los miembros de esta comisión son también los que conocen de los secretos oficiales. Según el artículo 11 de la ley, esta comisión tiene, lógicamente, obligación de guardar secreto sobre las informaciones y documentos que reciban, y el contenido de las sesiones y sus deliberaciones será secreto.
Esta comisión tiene también acceso a las materias clasificadas. De ahí que sorprenda tanto que para tranquilizar a sus socios de investidura el Gobierno proponga que los supuestos espiados se sienten a controlar lo que hacen los espías. Claro que la contradicción se deriva de que los socios que ha elegido el Gobierno son susceptibles, como hemos visto, de ser objeto de actuaciones del CNI, lo que no quita, claro está, que deban de serlo con las garantías establecidas. Que son las de la autorización judicial previa a la que me referiré a continuación.
Efectivamente, además del control parlamentario existe un control judicial, que es el objeto específico de la Ley Orgánica 2/2002, de 7 de mayo, reguladora del control judicial previo del Centro Nacional de Inteligencia. Se trata, como su nombre indica, de un control judicial previo. Esta ley es de artículo único y lo que señala es que el director del Centro Nacional de Inteligencia deberá solicitar al magistrado del Tribunal Supremo competente la autorización para la adopción de medidas que afecten a la inviolabilidad del domicilio y al secreto de las comunicaciones, siempre que tales a medidas resulten necesarias para el cumplimiento de las funciones asignadas al Centro.
Es decir, que para que el supuesto espionaje producido sea acorde con la normativa vigente y con las reglas del Estado de Derecho tiene que existir una autorización judicial previa, con independencia de quiénes sean los espiados. Es importante también que estas actuaciones del magistrado también son secretas. Y además se prevé que el director del CNI ordene la inmediata destrucción del material relativo a todas aquellas informaciones que, obtenidas mediante la autorización judicial, no guarden relación con el objeto o fines de la misma.
Lo que desconocemos, o por lo menos yo lo desconozco al escribir estas líneas, es si estas garantías se han respetado en este caso, suponiendo que el espionaje se haya producido. Pero lo que sí podemos señalar es que la regulación es muy similar a la que existe en otros países de nuestro entorno. Claro que lo que no se da en otros países de nuestro entorno son circunstancias tan extraordinarias como que los socios de investidura de un Gobierno puedan ser espiados legalmente (si es que ha habido autorización judicial, insisto, porque en caso contrario el espionaje sería ilegal) por realizar actuaciones que “pongan en riesgo, amenacen o atenten contra el ordenamiento constitucional, los derechos y libertades de los ciudadanos españoles, la soberanía, integridad y seguridad del Estado, la estabilidad de sus instituciones, los intereses económicos nacionales y el bienestar de la población, entre otras”.
Y de lo que no cabe duda es de que los socios independentistas del Gobierno han realizado estas actuaciones, es más, lo consideran un objetivo político legítimo y deseable. En definitiva, se trata de personas que, sean políticos o ciudadanos de a pie, pertenecen a grupos cuyas actuaciones, según la normativa mencionada, deben de ser prevenidas o neutralizadas por un servicio de inteligencia porque atentan contra principios básicos de la convivencia tal y como están recogidos en una Constitución democrática. Y eso sí que es una anomalía, para qué nos vamos a engañar.