“No busques más que no hay. Cuando el rey don San Fernando conquistó Sevilla, él se preguntó ¿dónde está mi Betis?”. Así comienza el mejor himno que se haya dedicado a un equipo de fútbol. Fue en 1988 cuando el sevillista Silvio Melgarejo, el más grande rockero que ha parido este país, compuso esta canción que resume a la perfección qué es el beticismo.
Norbert Elias insistió que el fútbol es el paradigma de la violencia, que se manifiesta con el fenómeno del hooliganismo, es decir, con una conducta gregaria y agresiva de ciertos grupos de aficionados en los espectáculos de masas. Es cierto que ningún equipo está libre de estos comportamientos y de esos impulsos colectivos tan destructivos, pero hay entidades deportivas que superan ampliamente esas prácticas violentas con otras manifestaciones más emocionales y comunitarias. Algunos vehiculan ese simbolismo con la ambiciosa afirmación “somos más que un club”, otros --como el beticismo-- generan una forma compleja de religión futbolera que traspasa cualquier tiempo y espacio, mediante prácticas familiares y musicales que complementan de manera peculiar el “equilibrio de tensiones” entre jugadores, equipos, aficiones, o entre la elasticidad y la rigidez de las reglas.
“Verdes campos de mía California, verde césped del Sánchez-Pizjúan, verde quiero ver a toda España, y hasta la Real de Sociedad”, fue la ocurrente manera de Silvio para reconocer que el beticismo estaba presente en cualquier estadio de fútbol, quieran o no sus adversarios.
La metafísica bética comienza con el verdiblanco de sus camisetas que se utilizó por primera vez a finales de 1911, dos décadas antes de que se generalizara la bandera de Andalucía. La prohibición de la enseña regional durante el franquismo no afectó a la equipación bética puesto que, según se recordó con cierto ingenio, el origen de los colores fue por mimetismo con el Celtic de Glasgow. Eso sí tuvo que anteponer de nuevo el “Real” a Betis Balompié. Lo que no pudo evitar la entidad fue que, en 1936, cuando vivía su mejor momento, algunos de sus jugadores fueran represaliados, buena parte de la plantilla desmantelada y el entrenador fichado por el Barça. Se comprende que, de ser el campeón de liga en 1935, acabara descendiendo primero a segunda división y después a tercera.
Hasta 1958 fueron años tan duros que se popularizó el grito de “¡Viva er Beti manque pierda!”. Fue el equipo de los andaluces perdedores. En los años sesenta y setenta, buena parte de la emigración andaluza en Cataluña encontró en el beticismo una forma de asociacionismo, una suerte de resistencia simbólica e inofensiva ante la imposición de guetos y el trato vergonzante que muchas familias tuvieron que padecer como ciudadanos de segunda, con menos derechos aún que el resto de catalanes, más privilegiados durante la dictadura.
De manera silenciosa, el beticismo catalán se fue expandiendo, y las segundas y terceras generaciones ya están organizadas en más de una veintena de peñas y asociaciones. Después del Barça, el Real Madrid y el Espanyol, el Betis es la entidad deportiva con más peñas federadas y una mayor presencia de aficionados en los campos de rivales catalanes, y del resto de España.
La simpatía hacia el Betis en Cataluña es un fenómeno emocional y sociológico, todavía más amplio que el asociativo, que necesitaría ser estudiado, sin recurrir a los tópicos del chiste y la alegría. El pasado sábado en las peñas béticas y en muchas casas de catalanes --de origen andaluz o no-- se celebró por todo lo alto un triunfo épico. Esta vez no fue el Barça, equipo borbónico por excelencia, el que levantó la copa del Rey, sino una plantilla plagada de catalanes (Cristian Tello, Marc Bartra, Álex Moreno, Martín Montoya, Edgar González, Víctor Ruiz, Héctor Bellerín, Aitor Ruibal…). Celébrese, pues, en Cataluña y sin complejos identitarios el éxito de un equipo tan andaluz como catalán. Y, como dijo Silvio, “no piensen más, que no hay”: Betis, Betis, Betis.