Alain Nicolas Fayez es un wheeler-dealer de las criptomonedas que siempre da las gracias, pero nunca devuelve el cambio. Un Arsenio Lupin en la ficción de Maurice Leblanc, aquel espabilado de guante blanco que desbancó París, sin aterrorizar a nadie. Alain solo burla y trapichea en mercados opacos en los que las fortunas caídas esperan reverdecer con rapidez. Ofrece confianza antes de desplumar a sus víctimas. De momento les pide prestada la cartera a los cachorros del mundo acomodado catalán; se mueve en las inmediaciones de Chanel, Lamborghini y la joyería Rabat; y ha hecho del paseo de Gràcia el check point de su operativa con plástico ajeno, sin dejar rastro en Hacienda ni anotaciones en cuenta en el ordenador central del Banco de España. Se salta la ley moral que limita al comerciante sin limitar el comercio. Es libanés de nacimiento; compra, vende y no produce como se hace en la Hamra, el barrio occidental de Beirut, una pequeña Suiza que sigue hablando en francés y es respetada por las bombas en tiempos revueltos.
Es el tipo de farsante que se relaciona fácilmente con la diplomacia: “Igual te coloca un collar de perlas negras sin pedigrí que te vende chalecos de marca blanca por un pico”, cuenta un cónsul honorario amparado en el anonimato. Prepara sus golpes utilizando la persuasión ante los escaparates de Dolce&Gabbana y Armani, donde se calientan las vanas esperanzas; antes de ofrecer un deseo a su incauto (a), mira de soslayo a los maniquíes de Gucci o Ferragamo. Coloca contratos de futuro en expectativas que se desvanecen en un abrir y cerra de ojos, por medio de una artimaña en la que el inversor pierde la camisa y el comisionista se hace con un corretaje que ya quisiera para sí el hijo segundo del duque de Feria.
Barcelona ha pasado por todo. Retumbó el día que Evaristo Arnús solucionó la fiebre del oro y se estremeció cuando la crisis bursátil de 1987 hizo rico al apoderado Juanito Sampere, sobre el parqué de la Lonja. La ciudad ya reveló sus deseos secretos encumbrando a fortunas vandálicas, como la de Muñoz Ramonet –el dueño Internacional de Seguros, los Almacenes el Siglo y el Hotel Ritz— y cuando no tuvo a quien adorar, se fascinó con el genérico carterista de trolebús, enfundado en un falso abrigo de angora con la etiqueta de Santa Eulalia.
El maleante con corbata de seda cae simpático. Así ocurrió con los conseguidores del Gremio Algodonero en la época de Domingo Valls Taberner, el penúltimo burgués, o con los arrendatarios de sillones muelle durante el mandato de Miquel Mateu en Fomento del Trabajo, y hasta con los marchantes de bisutería francesa barata para las queridas demi-mondaine, en la etapa de gobernador de Acedo Colunga y el Salón Rosa.
Alain Nicolas es un resumen del pícaro en blanco y negro. No diré que sea un sucesor del estraperlo, pero es digno de estudio. Casi se merece una hornacina de piedra en la plaza de Sant Jaume Castell, así llamada por los vecinos en referencia al potentado que presidió el Banco de Madrid y dominó los negocios oscuros del ayuntamiento y de la diputación.
La que ha sido pareja de Alain, la joven Inés I., es una excandidata de Vox, descendiente de la diáspora del acero del norte, que también se siente estafada. Ambos jugaron a emparentar el viejo San Sebastián con la Barcelona dócil del Ecuestre. En esta prestigiosa institución de la Casa Pérez Samanillo, Alain e Inés cuentan con jóvenes amigos de anhelo reformista. No será tan malo el león como lo pintan, si la policía y la fiscalía no rechistan, a pesar de las denuncias ya presentadas por los perjudicados. Pero, por si acaso, mano a la cartera.