El procés, tan engallado --” independencia sí o sí”--, se quedó en estadio superior del victimismo, no otra cosa es “Espanya ens roba”, el eslogan fundacional del procés secesionista, como “Estat repressor” es el corolario de su fracaso.
En el fondo, el procés secesionista no ha hecho más que reproducir, a otra escala y de manera chapucera por la mediocridad de sus dirigentes, lo que ha sido una constante en la cultura política y la práctica de las élites de Cataluña: su impotencia manifiesta ante “Madrid”, como representación simbólica del conglomerado de clases e intereses que ha dominado en España desde hace siglos y que ha asentado su poder en la ciudad de Madrid.
Esa dominación no ha afectado solo a Cataluña, como pretende el soberanismo, sino a toda España, de Andalucía a Aragón, de Murcia a Galicia, de Extremadura a Cantabria, incluso con más dureza en territorios que por sus estructuras disponían de menos medios para protegerse.
Hay catalanes que se sorprenden al escuchar a castellanos quejarse de la explotación padecida: “Pero si sois la Castilla que ha hecho España”, como sentenciaba Ortega y Gasset. Puede que fuera cierto en los siglos XV y XVI, y aún habría que matizarlo. Después, Castilla pasó a la condición de explotada y víctima de las élites conservadoras dominantes, entre las que figuraban los cerealistas y ganaderos de sus latifundios.
A diferencia de las provincias de la España profunda --hoy la España “vaciada”-- que han sufrido la dominación en silencio, desde Cataluña, y sobre todo a partir de mediados del siglo XIX, muchas voces se han quejado de la dominación, pero refiriéndola únicamente a Cataluña.
Ejemplo temprano de oficialización de la queja fue el “Memorial de Greuges” (“Memoria en defensa de los intereses morales y materiales de Cataluña”), que representantes de la burguesía catalana entregaron a Alfonso XII el 10 de marzo de 1885.
No todas las quejas cayeron en saco roto. El proteccionismo arancelario del Estado a la industria textil catalana facilitó el despegue económico de Cataluña, que trajo el esplendor empresarial y cultural de la burguesía catalana y su consolidación como clase dominante en Cataluña.
El particularismo de la queja catalana ha sido un error continuo. Las elites de Cataluña optaron por retraerse, por hacer rancho aparte, en lugar de trabajar por un movimiento de las Españas para exigir de Madrid una distribución del poder político y una participación en las políticas de estado. Un error que trasluce un acomplejamiento, una debilidad, en definitiva.
El procés secesionista ha sido una manifestación más, tardía, decadente, desesperada incluso, de aquella equivocada actitud histórica que no buscó la inversión del orden político español para bajar el centro a “periferia”, y alcanzar la federalización de España. El procés en el colmo de la impotencia, plasmando la debilidad histórica de las elites catalanas, ha querido “romper” infantilmente la baraja: “Si no nos dejáis jugar, nos vamos”.
Cuando Artur Mas, después de su fracasada negociación con Mariano Rajoy --en la que, la verdad, no insistió mucho--, se rinde y dice que “España es irreformable” --Pere Aragonès también lo dice-- no hace más que reconocer esa debilidad. No se reforma lo que no se fuerza.
¿Tiene remedio esa situación insatisfactoria para todos? Tal vez sí, pero ninguna periferia en solitario conseguirá cambiar la tradición centrípeta del poder en España, incluso disponiendo de la facilidad constitucional del Estado de las Autonomías.
“Madrid” ya no es solo poder oligárquico. Ha construido, a partir del viejo poder, un poder real, industrial, financiero, mediático, y compite con las periferias antaño modernas de Cataluña y el País Vasco, sobrepasándolas. “Madrid” sigue siendo extractivo, pero ahora a la “moderna”.
El procés ha quemado las relaciones de Cataluña con el resto de España. En su deriva y hundimiento ha arrastrado a las elites catalanas. El papel de Cataluña en la construcción de España --todo país es una construcción permanente-- ha quedado en entredicho.
Solamente un nuevo ciclo político en Cataluña de lealtad constitucional y de ofrecimiento de cooperación de “igual a igual” a las otras periferias, podría revertir la desconfianza generada por el procés e iniciar, juntos, un proceso constructivo de contención del “Madrid” centrípeta y extractivo.
No será fácil, porque las autonomías han creado clases tendencialmente cantonalistas, que viven en y de su propio territorio, con escasa visión del conjunto y del futuro.
En todo caso, el resto de España no podemos dejar que Ayuso tenga razón: Madrid es parte de España, igual que Cádiz, Ávila, Alicante, Bilbao, Girona o Lugo, pero no “es España”.