Luis Medina es un bolsillo roto que nunca dobla la cerviz. Ducho en las escenas del sofá con tresillo isabelino, el hijo del duque de Feria exhibe más tino en el arte del flirteo que en el negocio, como se ha visto con la donación de mascarillas falsas que le agradeció por teléfono Martínez Almeida, alcalde de Madrid. El señor marqués se ha llevado varios millones del ala por la geró, junto a su socio Alberto Luceño. Pero el juez les ha pillado en mantillas, con las cuentas vacías, las copas de oporto en la barra y el clavel en el ojal.
En el Palacio de Cibeles crece y crece la ciénaga. Y en la calle se inventan ya las nuevas tonadillas de San Isidro con Almeida de protagonista. El alcalde tocado sucumbe al fuego amigo del nuevo PP de Feijóo, dispuesto a barrer la mala hierba de este pequeño Bradomín, un edil de Entrambasaguas, que se situó entre Pinto y Valdemoro para traicionar a Pablo Casado. Después del escándalo de las comisiones de alta alcurnia, en las casetas del Real de Sevilla será difícil que veamos este año las cabellerizas Medinacelli-Feria; dicen que en su lugar saldrán por fin los pollinos del pueblo llano, detrás de las jacas de Osborne.
Medina pasea grandeza por Recoletos y juega al golf con Fernando Ramírez de Haro, conde Bornos y marido de Esperanza Aguirre. Como buen modelo y soltero de oro, según la revista Point de vue, luce camisas de Óscar de la Renta y entallados Valentino, un disfraz muy en tono con la cultura de trinque. Rojigualda en la muñeca y mascarón de proa con bandera gibraltareña en las regatas de Santa Pola, el hijo del duque de Feria y de Naty Abascal ha sido la comidilla de encopetados portes y señoras con mantilla en los pasos sevillanos de Semana Santa. Él ha heredado también el patronímico de Fernández de Córdoba, aquel Gran Capital que vivió bajo el felpudo de Isabel de Castilla, temeroso de Fernando el Católico, el devoto de Trastámara.
Acunado en la Casa De Medinacelli, Luis Medina se permite el lujo de obviar a los borbones que nunca cedieron grandezas y que a lo sumo nombran condados y marquesados a cambio de proezas. Aunque luce el escudo de marqués de Villalba, el joven comisionista quiso ser también conde de San Martín de los Hoyos, pero perdió el litigio con su tío Ignacio de Medida y conde de Segorbe, sobre un campo de gulas y tréboles de oro, como rezan con perdón los escudos nobiliarios. En aquel asunto no se litigaron tierras ni palacios, solo grandezas, cuya titularidad está despenalizada, como recuerda siempre el gran heraldista Armand de Fluviá.
Cuando decidan los tribunales, la misma familia del Ducado de Feria pondrá al comisionista a buen recaudo; se entiende que, después de lo de papá --lo del duque, duque--, nadie quiere nuevos escándalos. Luis es un alumno aventajado de aquella Escuela de los vicios de Quevedo en la que los estudiantes no pagaban, sino que cobraban por aprender la astucia monetaria que acaba con sumas en la saca, según la terminología de la sangre azul asilvestrada.
En adelante, Luis se portará bien, aunque tenga que devolver yates y deportivos de lujo; también tendrá que entregar lo que ha distraído en las opacas holdings holandesas. Esto y esperar a que los suyos le pongan una tienda en Serrano para vender prêt-à-porter hasta que se haya bebido toda su melancolía.