No lo puedo evitar: siento un asco y un desprecio absolutos por los hinchas radicales de cualquier equipo de fútbol. Lo pude comprobar de nuevo el otro día mientras veía por la tele a los hooligans del Eintracht de Frankfurt berreando en masa por las calles de Barcelona antes de enfrentarse al club local en el Camp Nou. Eran alemanes, pero podían ser de cualquier otro lugar, ya que todos los hooligans son iguales: gritan, cantan, ocupan las calzadas, beben cerveza en lata, sonríen como subnormales y merecen ser disueltos a porrazos, lo que no ocurre casi nunca porque gozan de una extraña bula social gracias a la cual todo se les permite y disculpa.
También parecen tener mucho tiempo libre, pues a menudo los ves haciendo el animal en ciudades que no son la suya mientras sus compatriotas se quedan en casa porque tienen que trabajar. Conforman un colectivo lamentable, aunque intuyo que cada uno de ellos es considerado una persona decente y normal en su círculo más cercano. Apenas hay mujeres, lo que dice mucho en favor de estas (aunque tras el triunfo de Alexia Putellas y del seudofeminismo futbolístico las cosas pueden empeorar). Son como niños de metro ochenta a los que no vigila ningún adulto. Son asquerosos y profundamente estúpidos (o a mí me lo parecen).
El pasado jueves, unos 30.000 alemanes beodos y chillones se pasearon por Barcelona como sus abuelos por París a principios de los años 40 del pasado siglo. Cortaron calles sin que las fuerzas del orden se lo impidieran. Aunque solo disponían, teóricamente, de 5.000 entradas, más de 20.000 acabaron accediendo al Camp Nou porque alguien les había vendido las suyas. Una vez dentro, se comportaron como cafres (vi en TV3 a una señora que aseguraba que le habían vomitado encima) y acojonaron a la afición azulgrana, parte de la cual abandonó el estadio antes de tiempo temiendo por su seguridad física (o eso decían algunos, también en TV3). Había más hinchas del Eintracht que del Barça. Y, para acabarlo de arreglar, el Barça perdió el partido, lo cual obligó a Jan Laporta a buscar rápidamente un culpable.
No, el club no había vendido entradas de más a los alemanes (haremos como que nos lo creemos). La culpa era de esos (malos) socios del Barça que consideran que, aunque sea más que un club, no es tanto como un largo fin de semana lejos de la ciudad, motivo por el cual revendieron sus entradas a los mamarrachos germánicos (las acusaciones de escaso patriotismo futbolístico suelen hacer mucha pupa). No se descarta la posibilidad de que algunos listillos, no necesariamente socios del Barça, compraran entradas a granel y las revendieran para sacarse unos eurillos. El caso es que, los unos por los otros, la casa sin barrer y llena de energúmenos foráneos (¿Dónde están los energúmenos locales cuando se les necesita?). Esto no se repetirá, clama Laporta. No merecéis ser socios de este gran club, grita a cámara un forofo del Barça que ha pasado un mal rato en el campo porque siente que le han dejado solo ante el peligro.
Será por deformación profesional, pero enseguida relaciono a los hinchas abandonistas con las huestes del prusés, que ansiaban la independencia mientras todo se redujera a colgar banderas en los balcones y acudir a manifestaciones (si no coincidían con algún período vacacional, por supuesto). Dado que Laporta siempre ha sido procesista, espero que se haya dado cuenta de que no es que no se pueda alcanzar la independencia con un ejército de burgueses pusilánimes, ¡sino que no se puede ni ganar un partido de fútbol porque no hay ni Dios para animar al equipo! El Barça es más que un club. Yo por el Barça, mato, como Belén Esteban por su hija. Pero a la hora de la verdad, cuando hay que sacrificar un día de asueto y plantar cara a los invasores (permitan que me ponga un poco melodramático), que lo haga su tía.
Este episodio futbolístico solo sirve para recordarnos a los catalanes que tenemos un paisito algo ridículo, hecho de grandes palabras que no se cumplen y de declaraciones rimbombantes que no van a ninguna parte. Pero el problema social de la insania futbolística rebasa ampliamente nuestras fronteras y algún día debería ser afrontado en serio, cosa harto difícil si tenemos en cuenta que, mientras los hooligans de cualquier lugar hacen el animal en algún sitio del extranjero, sus respectivos gobernantes están pegados al televisor viendo el partido de turno del club de sus amores y aberrando en privado.
Hace años que el fútbol se ha convertido en una enfermedad moral de enormes dimensiones a la que nadie está dispuesto a controlar porque casi todo el mundo la ha contraído y la disfruta a todas horas, empezando por el presidente de cualquier gobierno, siguiendo por el alcalde de turno (comprensivo o temeroso ante los hinchas) y acabando por el jefe policial que les dice a sus muchachos que no se excedan con los porrazos (¡cuando debería dotarlos de armas con munición real y hasta de lanzallamas!, en mi modesta y ponderada opinión).
“Familias, os odio”, dijo Flaubert hace un montón de años, cuando aún no se había extendido por el mundo ese deporte que premia económicamente a ciertos analfabetos con un buen par de piernas que no han abierto un libro en su vida. “Hooligans, os detesto”, añado yo mientras me guardo mi opinión sobre las familias. Que tampoco va muy allá.