El negacionismo ni se crea ni se destruye, solo se transforma y se adapta a las circunstancias. Durante la pandemia del coronavirus, los negacionistas se han puesto las botas con todo tipo de teorías sobre los engaños y manipulaciones a los que hemos sido sometidos por todos los gobiernos del mundo y que, indudablemente, parten de una tesis verosímil: la de que nuestros mandamases nos cuentan las cosas como mejor les conviene y eso lleva a que los ciudadanos de a pie no nos enteremos de la misa la mitad.
El problema se plantea cuando se pasa de esa más que posible evidencia, por la vía de la conspiranoia, a una posible conjura mundial de los poderosos para mantenernos en la inopia y, ya de paso, hacer con nosotros lo que quieran. No hace falta ser conspiranoico para observar que el asunto de la pandemia se ha abordado de la manera más confusa posible, improvisando sobre la marcha y dejando en el aire un montón de preguntas. A día de hoy, somos legión los que no sabemos si la mascarilla ha servido para algo, pero solo unos cuantos, a través de sus propios medios, han elaborado teorías, a menudo delirantes, sobre el auténtico alcance de la plaga. Los demás hemos pechado con lo que nos echaran, aspirado a no pillar nada grave y seguido, mal que bien, con nuestra vida, pues ya teníamos a Miguel Bosé y otros émulos de Nostradamus para informarnos de asuntos terribles que, teóricamente, nos afectaban a todos. ¿Utilidad de los negacionistas? Más allá de recordarnos que vivimos como sonámbulos, lo que ya sabíamos, prácticamente ninguna.
Ahora nos toca pechar con los negacionistas de la invasión de Ucrania, que no son los mismos, ya que el negacionismo se adapta a cualquier circunstancia e ideología. Los actuales negacionistas, aunque no lo pretendan, juegan en la misma liga que los energúmenos de extrema derecha que siguen negando el holocausto nazi y hasta la existencia de campos de concentración durante el Tercer Reich, solo que esta vez reclutan a sus efectivos entre quienes se consideran de extrema izquierda, con especial éxito entre los militantes de partidos pertenecientes a la Nueva Izquierda Senil como Podemos o la CUP, cuyos representantes políticos se abstuvieron hace unos días en el Congreso de aplaudir la intervención del presidente ucraniano Volodímir Zelenski.
Hace muy poco, el cesante Pablo Iglesias sostenía que se nos informa deliberadamente mal de la invasión de Ucrania (como en el caso de la pandemia, no le vamos a negar que, efectivamente, los gobiernos nos desinforman por defecto) y que se pasan por alto las atrocidades de carácter fascista a las que se entregan los partidarios del cómico metido a político. Otros ven neonazis a granel en las tropas del señor Zelenski, o recuerdan el trato supuestamente degradante aplicado a la minoría rusófona del Donbás, o se remontan a la Segunda Guerra Mundial para sostener que los ucranianos nunca han sido trigo limpio.
Puede que, sin pretenderlo, todos ellos le acaben dando la razón a Vladimir Putin o, por lo menos, justifiquen de alguna manera su brutal intervención en un país vecino y supuestamente hermano. ¿O es que insinuar tendencias nazis en Ucrania no es una manera de entender las matanzas y demás atrocidades que está cometiendo el ejército ruso? Algunos hasta llegan a poner en duda que los muertos sean de verdad --véase el caso (clínico) de Bea Talegón, siempre dispuesta a tomar partido por la causa más imbécil que encuentra, como se pudo ver con su militancia en el prusés--, dando pábulo a las teorías rusas de que lo de Ucrania es un teatrillo destinado a hacer quedar mal al pobre Vladimir Vladimirovich, quien, como todos sabemos, es un alma noble que solo quiere lo mejor para Rusia y para todos los pueblos de la tierra.
Como sucede con la actualidad, el negacionismo del coronavirus se ha visto suplantado por el de Ucrania. Adiós, señor Bosé. Hola, señor Iglesias. En ambos casos, la población civil va cayendo como moscas, pero los respectivos negacionistas siguen con la vacuna que lleva incorporado un microchís fabricado por Bill Gates o Elon Musk o con la tesis de que el nazismo impera en la actual Ucrania y Putin hace muy bien en combatirlo. Uno, mientras tanto, es consciente de que sí, se le informa de manera defectuosa, pero se le ha muerto algún amigo por culpa del coronavirus y ve por la tele las matanzas en Ucrania y, siendo poco dado a la conspiranoia, se queda con lo que realmente le interesa: que hemos vivido una plaga como las de la Edad Media y que un país que, aparentemente, no se metía con nadie --más allá de sus justas intenciones de entrar en la UE y, si se podía, en la OTAN, ya que con el vecino que le ha tocado nunca sabes lo que te puede pasar-- está siendo machacado a diario por un ejército superior en fuerzas porque a un cleptócrata le ha entrado la nostalgia por el extinto imperio soviético.
Cómodamente instalados en países europeos en los que, de momento, no caen bombas, los negacionistas de Ucrania --tal vez sin pretenderlo-- le están bailando el agua a un indeseable como Vladimir Putin y adoptando una actitud similar a la de aquellos que, cuando ETA asesinaba a alguien, insinuaban que algo habría hecho para merecer su triste destino. Un paso más en la decadencia de la izquierda tal como la habíamos conocido los que ya tenemos una edad.