A nadie --en fin, a nadie que no sea un fanático-- le gusta que le corten la palabra cuando está exponiendo sus ideas, por disparatadas que sean. Ni que se la corten a otro. El recuerdo de las décadas de censura opera en el ciudadano español medio como una vacuna. En general, no nos gusta que la autoridad acalle al individuo.
Cierto es, también, que en todo foro abierto, o sea “participativo”, suele presentarse un pelmazo que aprovecha abusivamente de su turno de palabra para monopolizar el debate con un monólogo interminable, y así provoca el malestar de otros que también quisieran participar.
Esta semana hemos visto dos casos --de signo contrario-- en los que la autoridad, amparándose en el reglamento y en la incontestable realidad de que el tiempo no se puede estirar como un chicle, le ha apagado el micro al tribuno. Le ha dejado sin voz.
El primer caso tuvo lugar en el Parlamento de Cataluña. La presidenta Laura Borràs, con su habitual impertinencia, le retiró la palabra a la diputada de Ciutadans Anna Grau cuando esta intentaba explicar su negativa a retirar su metafórica acusación al buen primo de no sé qué buen catalán, como sujeto corrupto.
Borràs, quizá sangrando por la herida --porque nadie que haya leído sus famosos mails puede dudar de su corrupción, que, dicho sea de paso, le puede costar el cargo y acaso la libertad-- bien hubiera podido aparentar, en su gesto censor, cierta fría imparcialidad. Pero ella prefiere ofender cuando puede. En fin, cada uno con su demon.
El otro caso ha sucedido en el Parlamento Europeo, donde las moderadoras, bastante mejor educadas y más amables que Borràs, apagaron, sucesivamente, el micro de Puigdemont y de Toni Comín cuando sus encendidos sucesivos ante patios de butacas vacíos, se exaltaban interminablemente en sus acusaciones contra España, a propósito de... la guerra de Ucrania.
¡A los dos les cortaron el micro! Desde el sofá de la sala de estar, despertaba cierta ternura y conmiseración el disgusto y el malestar de los interrumpidos al constatar que no podían seguir emitiendo sus soflamas para nadie.
El señor Comín estaba un poco patético cuando, a capella, siguió gritando para hacerse oír de una inexistencia audiencia. Que tal inexistencia y tal inoperancia fuesen difundidas por la tele agregaba, creo yo, crueldad al fiasco.
Todo esto mientras en el mundo real pasa lo que pasa.
Durante la Belle Époque, el insobornable Karl Kraus publicó su incendiaria revista La Antorcha denunciando esto, aquello y lo de más allá: todos los males de la sociedad, y ello con un estilo electrizante, que se replicaba en sus conferencias públicas, tal como recuerda Canetti. Hay una foto de Kraus tras el atril que me ha recordado poderosamente a Comín desgañitándose tras el micrófono apagado, luchando por hacerse oír por nadie.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, que canceló la Belle Époque, se apagó La Antorcha. Kraus enmudeció.
Como excelente literato que era, tenía sentido de la proporción; y tenía, también, sentido del tiempo en que vivía, de las relaciones entre las armas y las letras, entre la voz y la explosión. Tenía, también, sentido del ridículo.