Hace ya mucho tiempo, a mediados de la década sombría de los cincuenta, Gabriel Celaya escribió en sus Cantos iberos aquello de que la poesía es un arma cargada de futuro. Paco Ibáñez le puso música y lo popularizó años después. Una de sus primeras estrofas clamaba Estamos tocando el fondo, estamos tocando el fondo. Visto lo que vemos hoy en día, no sé si ya tocamos fondo o si será preciso hundirse un poco más para poder patear y recuperar la superficie. El nivel de confusión nos hace vivir en una incógnita permanente, sin saber con precisión a dónde vamos ni dónde estamos, instalados en una especie de paraíso de la desazón, sin que ello tampoco sirva de gran cosa.
Hay gentes que pueden contemplar las gasolineras como si estuvieran perplejos ante el escaparate de Tiffany, la joyería de lujo en la Quinta Avenida de Nueva York. Lo malo es cuando esa sensación de perplejidad se amplía a tantos otros aspectos, mientras los gestores de la cosa pública se dedican a jugar con temas artificiosos que, como cortinas de humo, impiden ver las cosas con claridad. A estas alturas, más allá de sus peleas y navajazos internos, es difícil saber qué hace el Govern de Cataluña. ¿Alguien se acuerda a estas alturas de los next generation que iban a ser como una espacie de Plan Marshall que nos salvaría de todos los males que empezaron con la pandemia? Tal vez se pudo llamar a aquello old generation. Ahora estamos ante eso que se ha denominado pomposamente la “excepción ibérica”, como gran panacea o bálsamo de fierabrás, que nos alivie de todas nuestras dolencias, en realidad un plan que hay que elaborar y que la Comisión europea deberá aprobar y que ya veremos cómo acaba.
El caso es que nadie parece fiarse de nadie, mientras parece llamarse al mal tiempo invocándolo con alusiones como a la guerra nuclear, el desabastecimiento o la amenaza de la ultraderecha, por citar apenas unos casos: se implanta así el estado de temor permanente. A fuerza de llamar al lobo, acaba instalándose en el paisaje y en el inconsciente colectivo aunque solo sea como un elemento decorativo más. El lenguaje siempre acaba teniendo lecturas ambivalentes y las palabras pierden el valor preciso que antes tenían. A fuerza de usarlas y repetirlas, acaban perdiendo su verdadero significado, quedándose sin contenido y convirtiéndose a espacios vacíos. Es como la alusión a los expertos: al igual que los dictámenes, son siempre “de parte”. Incluso en el frente municipal de Barcelona, las noticias parecen orientadas a reforzar la posición de los comunes y a acentuar el papel accesorio de los socialistas. Es todo un sindiós.
Basta fijarse en la reciente sentencia del TSJC sobre las Zonas de Baja Emisión. A la concejala Janet Sanz (Comunes) no se le ocurrió mejor cosa que calificarla de “trumpista”. Siempre el recurso fácil a mano de un populismo que, convencido de tener la verdad histórica y de que el mundo les observa, no necesita tener cuidado ni mantener forma alguna de respeto a la legalidad, acatamiento de la justicia ni educación. El objetivo de la medida podría ser tenido por bueno, tanto como lograr la paz en el mundo. El problema es la incapacidad innata para formular adecuadamente cualquier iniciativa. Así se llega, como en tantas otras cosas a una mezcla de fracaso y mala gestión. El caso es que aquella medida la votaron en el ayuntamiento hace algo más de dos años Comunes, PSC, ERC y Junts, con la abstención del resto de grupos. ¡El verde impera y está de moda! Pero son cosas bien distintas ser verde ecológico, o teñirse de ello y estar verde por inmadurez e insolvencia.
En cualquier confrontación electoral, la definición --y en ocasiones la caricaturización-- del adversario es esencial para la construcción de una alternativa propia. Estamos a poco más de un año de las elecciones municipales, sin que nadie descarte que tengamos en otoño las generales o coincidan con aquellas. La incertidumbre sigue siendo la reina de la situación. Sin embargo, los socialistas catalanes siguen dándole vueltas al mejor candidato posible. Salvador Illa asegura que hay Jaume Collboni para rato: si yo estuviera en su piel, no estaría muy tranquilo después de haberle oído decir un día que no sería candidato a la Generalitat y desdecirse al siguiente para acabar siéndolo.
En pura teoría, la solución acabará estando en manos de los ciudadanos, de los votantes. Dejó escrito Cicerón que “el buen ciudadano es aquel que no puede tolerar en su patria un poder que pretenda hacerse superior a las leyes”. Ya veremos qué pasa en mayo de 2023. Es obvio que los comunes, con la radicalización de sus políticas, ofrecen una posibilidad clara de contraste para un PSC que aspira o debe aspirar a desbancarlos. Pero la potencia del aparato de los partidos es inmensa y, ya se sabe, fuera de la Iglesia no hay salvación. Las cosas siempre pueden cambiar de la noche a la mañana. Hay una crisis de demanda, no solo en el comercio, sino en los partidos políticos, por encima del cainismo y las raras relaciones personales. Cualquier propuesta alternativa que pretenda asentarse en la transversalidad, requiere un esfuerzo de generosidad y centralidad, especialmente por parte del PSC, que permita aglutinar sensibilidades diferentes, aunque no opuestas, en torno a un objetivo común: dotar a Barcelona de un proyecto ilusionante, como hace treinta años.