Decir que vivimos tiempos convulsos resulta una obviedad evidente. El problema es que la realidad nos impida ver el sinfín de malestares que nos rodean y que pueden ser caldo de cultivo para cualquier cosa. En situaciones como esta, lo que prevalece es una especie de “sálvese quien pueda” y sobrevivir lo mejor posible. Desconozco si los progenitores de Eloi Badia se dedicaron a repetirle en sus años mozos lo de “hijo, tú lo que tienes que ser es funcionario”. Entenderíamos mejor lo visto estos días con su incorporación a la bolsa de trabajo del ayuntamiento. Cierto es que en esa singladura opositora le han acompañado algunos conmilitones, incluida su señora. Tanto da que sea ético o no, legal o ilegal, que otros lo hayan hecho antes o no, o que suene a desbandada buscando una estabilidad crematística en el futuro.
El caso es que nadie dice nada y se impone la ley del silencio entre las distintas formaciones políticas que ocupan sitio en la corporación, incluidos sus compañeros de coalición socialistas. Lo evidente es que “los comunes”, como sus colegas podemitas, llegaron con un discurso activista que, entre otras cosas, pretendía acabar con aquello de las “puertas giratorias” de la “vieja clase política”; de momento parece que han sustituido aquellas puertas por vías libres de acceso opositor, algo quizá más sofisticado pero no por ello menos deleznable. Más allá de la segmentación demoscópica, los comunes pueden dividirse en dos grandes grupos: los cínicos activistas del ocio y los integristas devotos de una ideología que no sabemos a ciencia cierta cuál es. En el quehacer cotidiano, se entremezclan con un rasgo usual de descaro impúdico. Es indudable que, con el paso del tiempo, han aprendido la importancia de conquistar, conservar y disfrutar del poder.
El asalto al poder por la vía opositora nos puede recordar la llegada en tromba del ecologismo más radical a la consejería de Medio Ambiente en tiempos de Salvador Milà como consejero (entonces Iniciativa per Catalunya Verds, antes PSUC y ahora comunes). Lo importante es instalarse en una plaza en la administración y, después, controlar y decidir sobre licencias o proyectos que se dilatan en el tiempo, perdidos en una burocracia paralizante. El asunto va más allá de la vieja teoría del “entrismo” trotskista. En el caso del Ayuntamiento de Barcelona, el problema de la burocracia generada es tal que acaba afectando a las propias iniciativas municipales, además de generar una inseguridad jurídica que es siempre de tinte político en función de que la propuesta en cuestión se ajuste o no a la indefinida ideología del funcionario de turno o de su superior inmediato, al margen de cualquier estudio previo y riguroso. Y quien venga detrás, si se consumase una alternativa de gobierno municipal, tendrá que apechugar con la herencia recibida del colauismo.
En estas circunstancias, la pregunta del millón es saber si el PSC quiere ganar las elecciones municipales o no. A medida que pasa el tiempo, la participación en el gobierno de la ciudad, principal justificación de los socialistas, resulta un argumento cada vez más débil que hace inapreciable su papel en la coalición. La situación actual refuerza la componente Colau-Comunes en detrimento de la variable PSC-Comunes y otorga mayor significado al acercamiento de estos últimos a ERC como posible alternativa de futuro. Un acuerdo de este tipo interesa tanto a comunes como a republicanos para consolidar sus estrategias respectivas.
A los comunes les preocupa exclusivamente las elecciones municipales de 2023. Su actitud ambivalente y mutante les permite presentarse como “espacio político”. Recuerda a aquello de los inicios de CDC como “partido movimiento” donde se pretendía que cupiera todo y todos, sin distinción de clase ni condición, adobado con un nacionalismo posibilista, más cerca de una ideología indefinida que de un partido con límites sociales definidos. Quizá la idea de “espacio” se ajuste mejor a estos tiempos líquidos; sin proyecto político alguno, ni laboral, ni social, ni sindical, ni de nada, lo único que interesa es mantenerse en el Ayuntamiento a cualquier precio. Por su parte, los republicanos necesitan ampliar su base electoral y están dispuestos a competir con los socialistas en el área metropolitana. En especial --pese al ridículo hecho por el CEO-- después de ver el escaso interés por la independencia en las ciudades pequeñas. La decisión de proponer a Gabriel Rufián por Santa Coloma iría precisamente en esa línea metropolitana, sin olvidar la voluntad de la dirección de ERC de sacarlo de Madrid. En definitiva, comunes y republicanos tendrán que gestionar el reto de propiciar un acuerdo al tiempo que competir para alcanzar la supremacía de la ecuación.
No es descabellado creer que Ada Colau acabe expulsando del pacto municipal al PSC que parece tratar de sacar pecho, sea por convencimiento o en previsión de lo que pueda ocurrir. Hace unos días votaba con JxCat contra del Plan de Usos del Eixample, pero sin que Jaume Collboni haya sido capaz de explicar con detalle las razones del rechazo: podría sospecharse que no desea abrir un debate público que ponga en riesgo la coalición de forma inmediata. Quizá le habría bastado recabar la opinión de algún especialista en economía urbana: el plan va directamente al corazón de las actividades de mayor valor añadido. El Eixample es el núcleo estratégico de la economía barcelonesa, una ciudad que tiene más empleos que población activa y con una interacción metropolitana que implica una intensa movilidad cuya limitación es una locura más.