Tengo un amigo que se dedica a la investigación científica y cada vez que termina un proyecto se queja de que tiene que escribir una memoria, un trabajo aburridísimo que consiste en resumir, indexar, añadir referencias y notas al pie, listar libros y colaboradores... En fin, ponerlo todo bien bonito y ordenado para que el estudio sea manejable y de paso satisfacer al organismo que lo ha financiado.
Entiendo perfectamente su agobio, teniendo en cuenta lo mal que lo pasaba simplemente cuando, al terminar un trabajo de grupo en la universidad, me tocaba a mí elaborar el índice del documento. En varias ocasiones me quedé hasta las tantas de la madrugada intentando ordenar los títulos de cada apartado en esa maldita plantilla de índices del Word y lograr que al clickar sobre el número de la página el documento se abriera por donde tocaba.
Al final, me acababa hartando y acababa prescindiendo de la plantilla. Pero entonces ocurría eso de que tecleaba varios puntos seguidos ( “xxxx ....... pg 2” ) y el Word me los convertía automáticamente en una línea, o que al imprimir se me descuadraban los márgenes y los subíndices no me salían alineados. “Contenido bien, pero falla la presentación”, era el comentario habitual en mis trabajos de universidad. El comentario siempre estaba hecho sobre la hoja del índice, muchas veces manchada de Tipp-ex.
La consecuencia de todo esto es que hoy en día sigo teniendo bastante manía a los índices y, cuando empiezo un libro nuevo y veo que hay uno, no dudo en pasarlo de largo con sangre fría.
Pero resulta que hay personas que son lo contrario que yo. Una de ellas es Dennis Duncan, profesor de lengua inglesa del University College de Londres, que acaba de publicar un libro-tributo a este (según él) fabuloso invento concebido para hacernos la vida más fácil.
En Index, A History of the (Índice, una historia de) (Penguin Random House, 2021), Duncan repasa la historia del índice, desde su invención, en el siglo XIII, hasta la actualidad, con tanta tecnología disponible para buscar información de la manera más rápida posible.
Duncan explica que lo que los lectores de hoy reconocerían como un índice surgió en Oxford y París en el siglo XIII, como consecuencia del alto volumen de lectura que se llevaba a cabo en dos instituciones de reciente creación: las universidades y las órdenes mendicantes de los frailes franciscanos y dominicos. Con tantos libros por leer, escribe Duncan, surgió la correspondiente necesidad "de que los contenidos de los libros fueran unidades de conocimiento divisibles, discretas y extraíbles". El primer libro con un índice fue, por supuesto, la Biblia.
A mediados del siglo XV, con la llegada de la imprenta y la producción en masa de libros, el índice pasó a ser un elemento habitual en el libro encuadernado, perfeccionándose hasta tal nivel que los lectores más perezosos empezaron a sentirse tentados de no leerse el libro. "¿Qué gano leyendo un libro si todo lo que contiene está más sucintamente expresado en el índice?", era lo que se preguntaban, según Duncan. A lo largo del siglo XVI, algunos académicos incluso fueron tachados de "indexistas" por adquirir conocimiento exclusivamente de los índices.
Duncan, que estos días presume en Twitter de ser el autor del libro de no ficción con más reseñas positivas de todo Estados Unidos, termina poniendo a debate el enorme impacto de la tecnología informática e internet en la indexación. Gracias a los softwares de redacción, dotados de buscadores de palabras, la tarea física de indexar es hoy mucho más fácil, pero admite que algunos de estos programas --incluidos los buscadores como Google-- se consideran engorrosos y generan demasiados resultados y nunca tendrán tanto criterio como un indexador humano.
Anécdota curiosa: los que elaboran los índices de libros, al menos en Reino Unido y en Estados Unidos, suelen ser profesionales freelance, nunca el propio autor.