No sé si ustedes tienen también la sensación de que la monarquía está en horas bajas, y que las pobres iniciativas que se emprenden para revitalizarla o pasan desapercibidas o no son demasiado exitosas. Es verdad que Felipe VI (con excepción, tal vez, de en Cataluña) suele ser un hombre del que se habla con aprecio, pero ese aprecio parece teñido de una cierta conmiseración. Como si, aparte de para inaugurar alguna cosa de escaso fuste o acudir al Premio Planeta, nadie esperara gran cosa de él y toda la empatía que generó su padre en sus buenos tiempos hubiera pasado a mejor vida.

Tampoco como símbolo del país (en nuestro país sin símbolos de cohesión) parece que se fragüen grandes consensos en torno a su persona. Y eso de los símbolos es importante porque, cuando hablamos de monarquía más que de los pros y los contras y el debate racional (resuelto desde hace siglos en favor de la república), a lo que nos estamos refiriendo es a rituales y tradición, fascinación y magia: una capacidad de seducción que alcance a la mayoría de los ciudadanos y el don de representar la continuidad de una nación en conexión con el patriotismo del pueblo. Esas cosas que explican el afecto de los británicos por Isabel II pese a la acumulación de dislates de su familia (el último del príncipe Andrés de York no está mal como muestra) y el hecho de que Lady Di fuera una de las personas más admiradas del planeta, aunque careciera de cualquier talento.

Por eso, en cosas de reyes, solemos echar mano de tópicos unidos entre sí por frases mal recordadas: algo parecido a una filosofía política para ir tirando. Entonces decimos aquello de que los países más prósperos y envidiables son monarquías constitucionales. Por supuesto que el ejemplo al uso es el de los países escandinavos (lugares que funcionarían razonablemente bien aunque fueran gobernados por Cantinflas) o el Reino Unido. Con buen criterio, sobre las monarquías del resto del mundo solemos correr un tupido velo; el mismo que sobre las que desaparecieron durante el turbulento siglo XX, incluida, por supuesto, la de Alfonso XIII: un período que ni siquiera aquí, donde somos tan dados a reivindicar lo irreivindicable, es recordado con nostalgia.

Lo cierto es que a Felipe VI le han tocado malos tiempos para ser Rey de España, y que ha lidiado las dos principales crisis de su reinado con más voluntad que acierto, dejando mal parado su prestigio simbólico. La primera, la de los secesionistas catalanes, cuando su intervención, si la juzgamos prosaicamente y a la vista de los resultados, ha dejado las cosas sólo un poco peor de lo que estaban. Y la segunda, referida a la persona de su padre y la gestión de sus escándalos sexuales y económicos.

Episodio, este último, que culmina por el momento con esa carta en la que Juan Carlos I dice que vendrá por aquí de vez en cuando, pero que fija definitivamente su residencia en Abu Dabi. Convendrán conmigo en que esa decisión es la ratificación oficial, establecida al alimón con su propio hijo, de que el anciano rey es una persona demasiado indigna como para residir en nuestro país, algo que llega a decirse de muy poca gente.

El asunto tenía difícil solución, pero, como suele ocurrir por estos lares, se ha optado por la peor posible: la que compromete de tal manera el prestigio de la monarquía que hace que no sea insensato afirmar que a esta le quedan dos telediarios. Sobre todo, porque Juan Carlos I (bien que por toda una serie de tecnicismos más que cuestionables) es un ciudadano sin cuentas con la justicia que puede residir en España sin el menor problema. Y porque su estancia en EAU es un motivo permanente de descrédito para el país y la Corona.

Juan Carlos I debería haber vuelto a España. Eso sí, con gastos de estancia y alojamiento con cargo a su propio y considerable peculio. Yo le hubiera recomendado un pasar discreto, un pisito en Chamberí y un chalet en El Escorial, alguna cena en O Pazo y paseos a media tarde por la melancólica plaza de la Villa de París, tal vez acompañado de un chucho como los de la Reina de Inglaterra.

Cualquier cosa menos ver al primer monarca constitucional de España jubilado en un emirato petrolero como si aquí hubiera habido un golpe de Estado o una revolución. Condenado a un destino que, para más inri, ni siquiera respeta la tradición secular de una familia que suele acabar sus días en el extranjero después de agotar la paciencia de sus sufridos súbditos.

Carlos IV, Isabel II y Alfonso XIII, a fin de cuentas, eligieron destinos a un tiro de piedra.