Se ha escrito infinidad de tratados sobre los peligros que encarna el poder, cómo se convierte en una charca pestilente que corrompe a los mejores, fascina a los mediocres y atrae aún más a los peores. Si añadimos en ese chapoteo a la militancia juvenil de los partidos políticos, el guion puede tomar derroteros impensables. Decía Séneca que un defecto de los jóvenes es no ser capaz de contener sus impulsos. Si a esa incontinencia se suma el ansia de poder, el resultado a medio plazo puede ser bastante nefasto para el conjunto de los intereses de la ciudadanía y para la imagen y salud de la misma democracia.

Hace ya quince años que Joaquín Leguina advirtió sobre las negativas consecuencias que podía acarrear la nueva generación de políticos que estaba tomando el relevo a “los agentes de la transición”. La primera característica de aquel grupo de jóvenes, que hoy tiene entre treinta y cuarenta años, era su desacomplejado alarde de “adanismo” o, lo que es lo mismo, que la historia comenzó con su llegada al poder. La segunda era su ignorancia profunda de la complejidad política y su apuesta por el “eso lo arreglo yo en dos patadas”. La tercera era su desprecio por el pensamiento, el conocimiento y la academia.

Esos jóvenes, militantes activos de distintos partidos de izquierda a derecha o nacionalistas, eran ya firmes creyentes en las bondades de la endogamia política. Además, y quizás lo más característico de casi todos ellos, es que cuando accedieron a cargos políticos carecían de experiencias laborales, “esas que --recordó Leguina-- exigen cotizar a la Seguridad Social por cuenta propia o ajena”. En fin, para el que fuera presidente de la Comunidad de Madrid, una gran tormenta asomaba ya hacia 2005 por el horizonte: “Los tiempos amenazan no sólo con tensiones, sino con la desaparición del Estado tal como se concibió, mal que bien, durante la transición democrática”.

Leguina se quedó corto en su lúcida predicción. El bochornoso espectáculo protagonizado por Sánchez y su joven grey, colocando una urna detrás de unas cortinas, en un comité federal del PSOE para votar si se convocaba un congreso extraordinario, parecía muy difícil de superar. El ascenso protagonizado en los últimos años por los líderes de las Nuevas Generaciones del PP ha vuelto a poner en evidencia la pésima calidad de estos políticos engordados durante años en el seno de sus respectivos partidos. A los cincuentones Hernando, Fernández Mañueco, Moreno Bonilla... se han sumado recientemente los Casado, García Egea, Ayuso, Gamarra, López Miras, Carromero, Núñez, Fanjul... y el mismísimo Abascal. El enfrentamiento que estos días está protagonizando esta muchachada ha abierto de nuevo el debate sobre el origen y la formación de la mayoría de los políticos que hoy detentan cargos de gobierno.

Las granjas políticas de pollos no son una excepción en nuestra historia más reciente. El Frente de Juventudes del franquismo, sin ser comparable por su origen y evolución, sí tenía una característica que comparten las Nuevas Generaciones del PP o las Juventudes Socialistas: ¡Prietas las filas! Este tipo de actitud antidemocrática es el fundamento ideológico común de toda esa militancia. Es comprensible que, cuando ya han salido de las granjas y detentan el poder, su comportamiento recuerde al de las hienas: oportunistas, cobardes, nunca atacan solas y siempre recurren a la multitud para sentirse seguras.

La crisis del PP, herencia de sus nuevas generaciones, ha puesto de manifiesto otra vez las contaminantes consecuencias de las macrogranjas de pollos políticos, construidas como realidades paralelas durante los últimos cuarenta años. Quizás su ilegalización sea un paso necesario e inexcusable para mejorar la cuestionada salud de nuestra democracia.