En los años 90, los principales clientes de las cajas de ahorro y los bancos eran las familias y empresas, respectivamente. En las primeras, los hogares tenían domiciliadas sus nóminas en una cuenta de ahorro, un depósito a plazo fijo y algunos contratada una hipoteca. El pasivo captado era sustancialmente superior al activo colocado. Por tanto, disponían de un exceso de financiación que enviaban al mercado interbancario.
Los directivos de las cajas no sufrían ninguna presión para lograr un gran y creciente beneficio. Tampoco poseían elevados incentivos para obtenerlo, pues su retribución variable tenía un carácter escaso o nulo. Sus propietarios solían ser fundaciones, cuyas exigencias eran disponer de los fondos necesarios para realizar los proyectos planeados por su obra social y ofrecer a la sociedad una magnífica imagen de la entidad.
Los empleados de las cajas percibían un magnífico salario, incluso superior al de los que trabajaban en los grandes bancos, y diversos beneficios sociales. La dirección consideraba que hacían un excelente trabajo si conseguían ganarse la confianza de sus clientes. Casi siempre la obtenían y aquellos quedaban encantados con el trato dispensado en la oficina. La calidad de los servicios prestados a las distintas familias era similar, aunque unas fueran muy rentables para la entidad y otras poco o nada.
Para muchos hogares, el empleado que regularmente les atendía era más un amigo que un asesor financiero. Por eso, hacían lo que él les recomendaba. Una complicidad favorecida por una larga permanencia en una misma oficina de los bancarios. Exactamente lo contrario de lo que ahora sucede, pues sus directivos pretenden que los clientes tengan una gran vinculación con el banco, pero evitan que la posean con un determinado trabajador.
Entre 2001 y 2007, las cajas de ahorro realizaron una gran expansión territorial y cambiaron su tradicional manera de operar. En la mayoría, el dinero concedido a través de préstamos (activo) superaba al captado mediante depósitos (pasivo). En el mercado interbancario ya no eran prestamistas, sino prestatarios. Una condición indispensable para crecer mucho y de forma muy rápida.
Para hacer rentable la expansión, sus ejecutivos decidieron intervenir mucho más en el mercado residencial. Por un lado, formaron sociedades con algunas promotoras y financiaron generosamente a las empresas que solicitaban un crédito para comprar suelo o construir un inmueble. Por el otro, especialmente en los últimos años del anterior período, concedieron a muchas familias hipotecas por un importe igual o superior al precio de la vivienda.
En otras palabras, sus directivos cometieron un gran error estratégico, al ligar el futuro de las cajas a la continuidad de la bonanza en el mercado de la vivienda. Cuando la burbuja inmobiliaria explotó, desaparecieron las de mayor dimensión. Ahora solo quedan algunas pequeñas, pues todas las anteriores se convirtieron en bancos. Con su desaparición, también se acabó una manera distinta de hacer banca y una atención exquisita al cliente.
En la pasada década, una regulación más estricta del BCE, unos criterios de concesión de créditos más rigurosos por parte de sus ejecutivos, unos tipos de interés muy bajos y la mayor competencia de los intermediarios no bancarios condujeron a una gran reducción de los beneficios de los principales bancos del país. El precio de sus acciones descendió considerablemente, sus principales accionistas quedaron muy descontentos y, en concepto de retribución variable, sus ejecutivos ganaron menos de lo esperado.
Para revertir la tendencia, los directivos se centraron en la reducción de costes y abandonaron prácticamente la posibilidad de aumentar los ingresos recurrentes. Eligieron como principales partidas a disminuir los gastos de personal y mantenimiento de las oficinas. Para lograr ambos objetivos, debían restringir el acceso a ellas por parte de los clientes.
La nueva visión del negocio bancario supuso una completa revisión de la estrategia de las entidades. A la mayoría de sus usuarios no prestarían servicios financieros, sino que les suministrarían tecnología para que ellos hicieran autoservicio. El trabajo que antes hacían los empleados desde una oficina, ahora lo efectuarían los clientes desde su móvil u ordenador y algunas veces les cobrarían por ello.
Los directivos saben perfectamente que la nueva estrategia puede hacerles perder clientes. No les importa, siempre que los que se vayan sean los que aportan un escaso beneficio o generan pérdidas, si se tienen en cuenta los costes de personal y otros de carácter indirecto. No lo dicen abiertamente, pero realmente buscan tener menos usuarios, pero más rentables.
Una de las reglas bancarias más populares es “el 20% de los usuarios genera el 80% de los beneficios”. Entre ellos hay pocas personas mayores, ya sea porque la jubilación ha reducido sus ingresos, utilizan poco la tarjeta de crédito, no solicitan créditos o tienen una elevada aversión al riesgo. Si se van, más que un problema supone una ventaja. Por eso, les incentivan a marcharse cuando les cobran dos euros por hacerles una gestión en el cajero automático de la oficina.
En la actualidad, los bancos poseen una elevada liquidez y su exceso les hace perder dinero. Por ello, un jubilado que tiene un elevado ahorro depositado en una cuenta corriente o plazo fijo constituye un problema. Para la entidad sería un buen negocio si tuviera varios fondos de inversión y uno fantástico si hubiera contratado una cartera gestionada.
A los pensionistas que poseen mucho dinero, y lo invierten donde el banco quiere, este les atiende muy bien. Lo hace a través del servicio de banca privada, reservado generalmente para los clientes que tienen contratados productos de activo y pasivo por encima de 500.000 euros. No hacen colas, pueden hablar con su agente cuando lo deseen (tienen su teléfono móvil) y éste les convoca a reuniones periódicas. No van a las oficinas tradicionales, sino a otras más glamurosas y, además de otros detalles, la entidad les ofrece parking gratuito.
En definitiva, para los directivos de las entidades financieras no somos personas, sino una cuenta individual de resultados. Les interesamos si les damos a ganar mucho dinero. En cambio, si les ofrecemos poco, buscan echarnos de las oficinas y trasladarnos a la operativa online. Una manera de aumentar la rentabilidad que les proporcionamos.
Si tenemos pocos productos con ellas y nos negamos a hacer banca digital, nos invitan a marcharnos. Lo hacen mediante el cobro de múltiples y diversas comisiones. Indudablemente, los clientes que más les sobran son las personas mayores. Por eso, son los más perjudicados por una deficiente atención.
No obstante, sería un error echarles la culpa a los empleados de las oficinas. Ellos son los que más sufren con la situación, pues padecen un gran presión de sus superiores y se limitan a ejecutar sus órdenes. Estos les impiden ejercer como asesores financieros y les dicen que lo que han de hacer es vender, vender y vender.
La presión popular, gracias la campaña “soy mayor, pero no idiota” en Change.org, provocará que durante un tiempo amplíen el horario de caja, proporcionen atención preferente a las personas mayores en las oficinas y mejoren su servicio telefónico. No obstante, si no existen cuantiosas multas por parte del Banco de España si incumplen lo pactado, los avances serán flor de un día.
Los grandes accionistas siempre quieren lograr una mayor rentabilidad y los directivos más retribución variable. Ambos objetivos obligan a los bancos a ganar más con menos personal y hunden la calidad de la atención a la cliente. Ni a unos ni a otros les importa la reputación de la empresa, aunque públicamente digan lo contrario.
Por eso, muchos ciudadanos, especialmente los de más edad, añoran el buen servicio proporcionado al usuario por las antiguas cajas de ahorro. Estas no volverán, pero si lo puede hacer una banca pública que rescate sus aciertos y evite cometer sus errores. Es la verdadera solución al problema actual, pues el acuerdo que han llegado Ministerio de Economía, Banco de España y las patronales bancarias me parece papel mojado.