¡Cómo pasa el tiempo! Apenas hace un año Salvador Illa ganaba las elecciones autonómicas catalanas, mientras los independentistas perdían unos 700.000 votos respecto a los anteriores comicios. Luego algunos sumaron peras con manzanas y nos vendieron la milonga de un engañoso 52%.
Doce meses después de aquellos eventos, Pere Aragonès ha acudido a la sala oval del MNAC para oficiar un llamamiento urbi et orbi recavando apoyos para lograr temas irrenunciables de país. No han faltado a la cita los dardos contra el Estado español y las palabras de rigor pidiendo un referéndum de autodeterminación y la amnistia.
El presidente catalán quería, y quiere, mostrar al mundo que lo suyo va en serio, que no se va a doblegar ante las exigencias de la muchachada de la CUP, las zancadillas de sus socios y el ninguneo de los socialistas. Pero la vida nos obsequia, a veces, con un punto de ironía susceptible de convertirse en sarcasmo. Aragonès ha pedido poliamor político por San Valentín, el día de los enamorados, sin asumir que en el seno de su gobierno anida un paralizante desamor.
El problema número uno del Govern de la Generalitat es Junts. Y lo es, no porque tenga un tempo político distinto del de ERC, que también, si no porque se ha convertido en un allioli cortado, en una frustrada emulsión política y organizativa incapaz de homogeneizarse.
El segundo problema del ejecutivo catalán es la falta de liderazgo. Pero volvamos a los herederos de CDC. María Jesús Cañizares nos contaba en estas mismas páginas cómo la desobediencia ful de Laura Borràs desataba una batalla interna en Junts más allá del cruce de reproches con los republicanos.
En el seno del partido de Puigdemont se libra una guerra intestina en un triple frente. Dan fe de ello las declaraciones y los artículos publicados recientemente por algunos de sus dirigentes. Agustí Colomines escribió la semana pasada: “El mundo independentista está cada vez más enfadado... no soporta a los dirigentes". Disparaba incluso contra el huido de Waterloo: “De Carles Puigdemont, en cambio, no podemos decir nada... sus silencios son tan clamorosos como irresponsables”.
Ustedes ya saben que el ínclito Agustí Colomines ha sido uno de los asesores aúlicos del secesionismo que ha transitado desde la corte pujolista a la de Artur Mas, y de esta a la de Carles Puigdemont. Tertuliano de verbo vehemente e irascible, no se corta lo más mínimo a la hora de despotricar de Jordi Sànchez, Carme Forcadell o Esquerra Republicana. Sostiene que el independentismo catalán padece lo que él denomina el síndrome palestino: una enfermedad política que consiste en que los teóricos aliados contra el opresor se dedican a pelearse entre ellos como las dos facciones palestinas de Gaza y Cisjordania. Colomines no aclara quién, aunque se intuye, es el Hamás catalán.
La entrada en el 2022 no les ha sentado demasiado bien a los de Junts. Carles Puigdemont está en horas bajas; Waterloo apenas genera noticias; Junts paga las deudas de CDC; Laura Borràs queda en evidencia en la mesa del Parlament, se desmadra en la Meridiana mientras Centrem se mueve.
Permítanme la boutade: Junts hoy es un allioli político cortado, incapaz de emulsionar, con un chef en la cocina belga más preocupado por su futuro personal que por el de su club de fans. Así las cosa no nos ha de extrañar que Colomines apostille: “Si Junts quiere construir el partido de los independentistas, más le valdrá que las facciones aprendan a convivir para avanzar conjuntamente”. Y Pere Aragonès, mientras tanto, sin una estrategia definida dándole a la rueda tibetana de las plegarias.