A finales de junio de 2021 Pedro Sánchez defendía, con toda la pompa presidencial ante la provinciana, servil e históricamente arrodillada platea del Teatro del Liceo, su decisión de indultar a quienes habían dado un golpe de Estado en Cataluña cuatro años atrás. Toda clase de personajes se congregaban alrededor de las faldas de Sánchez para dorarle la píldora y probar suerte. Nunca se sabe cuándo puede quedar libre una vacante en la Delegación del Gobierno o como guardián del género de Irene en el Ministerio de Igualdad.
La perorata infumable del presidente seguía el argumentario con el que el Gobierno de la nación iniciaba el mes de junio, pero del que Iceta ya había hecho la avanzadilla. El sermón de Sánchez obviaba la multitudinaria manifestación en Madrid que encabezó la sociedad civil española con un papel protagonista inesperado de un servidor junto a españoles ilustres como Andrés Trapiello, Rosa Díez o María San Gil.
Ríos de gente bajaban desde todas las calles de Madrid hasta la Plaza de Colón, pidiendo la dimisión de Sánchez y respeto a quienes cada día sufren --sufrimos-- las consecuencias de ser gobernados por la xenofobia nacionalista catalana, que ha ostentado ininterrumpidamente el poder en mi tierra desde que Suárez restauró la Generalitat. Como no podía ser de otra forma, el nacionalismo no ha estado solo todo este tiempo; ha contado con la inestimable ayuda de la Ventanilla Única de Intercambio de Cromos del bipartidismo. Todo por la distensión.
Distensión. Qué bonita palabra. Y qué agradable suena cuando se acompaña de la empatía, la cursilería y los complejos de quienes abusan de términos sinónimos de la sumisión como “diálogo”, “reencuentro” y “consenso”. La distensión lleva cuarenta años enterrando a Cataluña en la decadencia política, económica, cultural y moral porque ha permitido los desvaríos, desmanes, corruptelas y abusos de una mitad de Cataluña, xenófoba y contraria a la convivencia con sus conciudadanos del resto de España contra la otra mitad, partidaria de la paz social, la libertad y la indispensable unidad de los catalanes con el resto de sus compatriotas.
En este panorama en el que la izquierda socialista y comunista quiere seguir “distendiendo”, la última aparición estelar ha sido la de la ya ex delegada del Gobierno en Cataluña, Teresa Cunillera, que para terminar de rizar el rizo de la indecencia se despidió del cargo asegurando que “la situación ha mejorado considerablemente". O se refería a su situación personal o es que nos toma por tontos. Me declino por la segunda.
Frente a esta titánica operación de marketing diseñada por Moncloa se antepone la realidad. Y digo titánica porque es una operación cara, como el famoso barco hundido, y que, del mismo modo ha chocado con un iceberg. Un iceberg aparentemente erosionado en su superficie por el continuo movimiento de las olas y los azotes del temporal político catalán, pero dispuesto a hundir el crucero del relato monclovita poco a poco y sin que la lluvia de millones a los periodistas afines pueda hacer nada por impedirlo.
Ese iceberg tiene nombre: Escuela de todos. Y es la muestra de que unidos los distintos podemos defender lo que nos une con más fuerza que nunca. Voluntarios y colaboradores se sacrifican para estar en esas carpas de la dignidad donde se recogen poderes de representación para exigir ante los tribunales que la Generalitat cumpla con el mínimo del 25% en castellano en las aulas.
Siguen ejerciendo el papel de verdadera oposición tanto ante el Govern como ante la política del Estado respecto al independentismo catalán y sus pulsiones totalitarias. Siguen abriendo el camino por donde debe transitar la política constitucionalista catalana: la unidad de acción, la unidad en las urnas y el frente común ante el separatismo. Nos queda mucho por aprender y mucho por hacer.