El Pirineo afronta su segundo expolio. Alejandro Blanco, presidente del Comité Olímpico Español (COE), sabe que la Generalitat está obstaculizando la candidatura a los Juegos de Invierno, previstos para 2030 y sustentados en una posición igualitaria entre Cataluña y Aragón. Blanco, que va ya por su quinto mandato en el COE, es un discípulo aventajado de los silencios que practicaban sus antecesores, Ferrer-Salat, Goyeneche o Echevarría en los momentos críticos. Perfil bajo y huella honda, este es su programa mínimo. Hace de Pilatos y confía todavía en un pacto. Cuenta con los ojos de Europa, ahora que se extiende el temor a que Kiev puede convertirse en la nueva Kabul.
Pero el boicot olímpico de los soberanistas no es nuevo. En el 92, en plena ceremonia inaugural de los Juegos de Barcelona, Juan Antonio Samaranch estaba junto a Nelson Mandela, cuando aparecieron las pancartas del Freedom for Catalonia, levantadas por los cachorros de Convergència en la pubertad de unos planes de carrera truncados después por el salto a la independencia. Aquel fue el mosaico de su insolidaridad. Los Juegos habían sido una iniciativa socialista en el Ayuntamiento de Barcelona y había que dinamitarlos.
Ahora, el president, Pere Aragonès, no acepta otro éxito español en tierra catalana y, por supuesto, no está dispuesto a compartir la gloria con la Comunidad de Aragón. Su vergonzoso ejercicio de cretinez institucional es una enfermedad incurable. Ofrece un discurso tan gangrenoso como una lenta invasión de termitas. Hace trampa: disemina recursos retóricos para entrelazar pasado (1992) y futuro (2030), memoria y deseo inconfesable. Aprieta su mano derecha a la de Javier Lambán para hacerse perdonar el hurto que comete con la izquierda. Por su parte, el presidente Aragonès es un insólito Trastámara con más estrategia que poder.
Alejandro Blanco argumenta que los Juegos pirenaicos saldrán por 1.300 millones de euros, de los que el COE aporta 800. Con más motivos, no celebrarlos resulta perturbador. Pero Aragonès y los suyos son criaturas de naturaleza indómita. No entienden que la historia es la exégesis de los lugares y los mitos; por eso no cumplir con sus determinismos favorables nos debilita. Además, la Olimpiada blanca es un símbolo. El Pirineo es un jalón de la apologética; tierra de altos pastos, donde afiladas agujas peinan nubes blancas cantadas por poetas comunes, como Luciano Gracia o Antón Castro, corazones desbordados de un lado y del otro de la montaña, com l’àliga que a l’àliga acompanya, en palabras de Verdaguer (Canigó).
El Govern exige el protagonismo. Los del procés no aceptan una nueva España olímpica que comparta las pistas de Candanchú con las de La Molina; tampoco que se refunde la bella estación de Canfranc, que un día unió a Jaca con Somport. Si no hay Juegos de Invierno por el egoísmo territorial del Govern, se habrá concretado el segundo expolio de la montaña, después de que un Gobierno de Aznar regalara sus portentosos recursos hídricos amortizados a la Endesa del INE italiano.
Los juegos favorecen las infraestructuras de las dos vertientes, la oriental y la occidental. Revierten recursos a zonas vaciadas; refuerzan la toponimia de los altiplanos, acolchan la ternura de sus valles, hermanan naciones. Pero no hay mayor tozudez que la de los zotes. La meseta tibetano-catalana no quiere que su Sangrilá (La Cerdanya) se contamine del Valle de Pineta, donde nace el Cinca, entrañable cauce.